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Las tres leyes robóticas 1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño. 2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la primera Ley. 3. Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o segunda Leyes. Manual de Robótica 1 edición, año 2058

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lunes, 24 de diciembre de 2012

Masa Crítica -- Arthur C. Clarke


Masa Crítica
Arthur C. Clarke

-¿Os he hablado - dijo Harry Purvis en tono humilde- de aquella vez que evité la
evacuación del sur de Inglaterra?
- No - respondió Charles Willis- o, si lo hiciste, me quedé dormido.
- Bueno, os lo contaré - continuó Harry cuando vio que se habían reunido
suficiente número de personas como para formar un auditorio respetable -. Ocurrió
hace dos años en la Fundación de Investigaciones Atómicas, cerca de Clobham.
Todos la conoceréis, supongo. Pero no creo haber mencionado que trabajé allí
durante algún tiempo, en una misión especial de la que no puedo hablar.
-¡Hombre, qué novedad! -dijo John Wyndham, sin obtener el menor resultado.
- Era un sábado por la tarde -prosiguió Harry-. Un día maraviIloso al final de la
primavera. Nos hallábamos unos seis científicos en el bar "El Cisne Negro", y las
ventanas estaban abiertas, por lo que podíamos ver las laderas de la colina de
Clobham y, más allá, a unas treinta millas de distancia, Upchester. Había tanta luz
que podíamos divisar las agujas de la catedral de Upchester en el horizonte. No
podía pedirse un día más espléndido.
El personal de la Fundación se llevaba muy bien con los clientes habituales del
bar, aunque en un principio no parecían muy contentos de tenernos tan cerca.
Aparte de la naturaleza de nuestro trabajo, creían que los científicos formamos
una raza diferente, sin necesidades humanas. Tras ganarles a los dardos un par
de veces, e invitarles unas copas, cambiaron de opinión. Pero siempre nos
estaban tomando el pelo, preguntándonos qué nueva explosión preparábamos.
Aquella tarde deberíamos haber estado presentes más científicos, pero en la
División de Radioisótopos tenían un trabajo urgente, por lo que nos
encontrábamos en inferioridad de condiciones. Stanley Charnbers, el dueño, notó
la ausencia de algunas caras conocidas.
"¿Qué les ha pasado a sus compañeros?", preguntó a mi jefe, el doctor French.
"Están trabajando en casa", contestó French. Llamábamos "casa" a la Fundación
para que pareciera más familiar y menos aterradora. "'Teníamos que terminar
unas cosillas a toda prisa. Vendrán más tarde."
"Unos de estos días", dijo Stan con seriedad, "usted y sus amigos van a dejar
escapar algo que no podrán volver a encerrar. Y entonces, ¿a dónde iremos a
parar nosotros?''
"Por lo menos, a la Luna", contestó el doctor French. :Mucho me temo que fuera
una respuesta un tanto irresponsable, pero siempre pierde la paciencia con
preguntas tan tontas como aquélla.
Stan Chambers miró por encima de su hombro, como midiendo la distancia que le
separaba de Globham.
Creo que estaba calculando si tendría tiempo de llegar al sótano, o si merecería la
pena intentarlo.
"Acerca de esos... isótopos que envían a los hospitales", dijo alguien con
precaución. "Estuve en el hospital de Santo Tomás la semana pasada, y vi cómo
los transportaban en una caja de seguridad, que debía pesar una tonelada. :Me
dio escalofrío pensar lo que ocurriría si se les escapaba de las manos."
"Calculamos el otro día", dijo el doctor French, visiblemente molesto por la
interrupción de su juego de dardos, "que había suficiente uranio en Clobham como
para hacer explotar el Mar del Norte."
Fue una tontería que dijera eso, porque además no es verdad. Pero no podía
regañar a mi propio jefe, ¿no?
El hombre que había hecho estas preguntas estaba sentado en el hueco bajo la
ventana; observé que miraba en dirección a la carretera con expresión
preocupada.
"Lo transportan en camiones desde la Fundación ¿verdad?" preguntó impaciente.
"Sí; algunos isótopos duran muy poco, por lo que tienen que llegar a su destino
rápidamente."
"Mire, al pie de la colina hay un camión que parece tener dificultades. ¿Es uno de
los suyos?"
El lugar en el que estaba el tablero de dardos quedó desierto porque todos se
precipitaron a la ventana. Cuando pude asomarme, vi un camión grande, lleno de
embalajes, bajando la colina a toda velocidad a una distancia aproximada de un
cuarto de milla. De vez en cuando rebotaba contra el seto; era evidente que los
frenos habían fallado y el conductor había perdido el control. Por suerte no se
acercaba ningún coche en dirección contraria; de otro modo, no se habría podido
evitar un accidente. Sin embargo, parecía más que probable que aún ocurriera.
Entonces el camión llegó a una curva, se salió de la carretera y atravesó el seto.
Fue dando bandazos durante cincuenta yardas disminuyendo la velocidad y
traqueteando violentamente sobre el áspero terreno. Casi se había parado cuando
se topó con una zanja y, lentamente volcó sobre un flanco. Segundos más tarde
pudimos escuchar un sonido de madera resquebrajándose, producido por los
embalajes al caer al suelo.
"Se acabó", dijo alguien con un suspiro de alivio. "Hizo bien en desviarse hacia el
seto. Supongo que el conductor se encontrará aturdido, pero no herido."
A continuación vimos algo asombroso. Se abrió la puerta de la cabina, y el
conductor saltó al suelo. Incluso desde tal distancia, podíamos darnos cuenta de
que estaba muy agitado, aunque dadas las circunstancias, nos pareció lo más
natural del mundo. Pero, contrariamente a lo que esperábamos, no se sentó para
tranquilizarse. Por el contrario, echó a correr a través del descampado, como alma
que lleva el diablo.
Lo contemplamos con la boca abierta y con cierta aprensión mientras se alejaba
colina abajo. Se produjo un silencio lúgubre en el bar, sólo interrumpido por el tictac
del reloj que Stan mantenía adelan- tado exactamente diez minutos. Entonces,
alguien dijo: "¿Creéis que hacemos bien quedándonos aquí? Quiero decir...
estamos a sólo media milla..."
La gente empezó a alejarse con indecisión de la ventana. El doctor French emitió
una risita nerviosa.
"No sabemos si es uno de nuestros camiones", dijo. "Además, les estaba tomando
el pelo hace un momento. Es totalmente imposible que los isótopos exploten.
Tendrá miedo de que se incendie el depósito de gasolina."
"¡Ah!. ¿si?" intervino Stan. "Y entonces ¿por qué sigue corriendo? Ya casi ha
bajado la colina.
"¡ Ya sé! " exclamó Charlie Evans, de la Sección de Instrumental. "Transporta
explosivos y pensará que van a estallar.
Yo tenía que desmentir aquello. "No hay ningún signo de incendio, así que, ¿por
qué se preocupa? Y si transportara explosivos, llevaría una bandera roja o algo
así."
"Espere un momento", dijo Stan. "Voy a buscar unos prismáticos."
Nadie se movió hasta que volvió con ellos; nadie, excepto aquella figurita en la
falda de la colina, que para entonces ya había desaparecido entre los árboles sin
disminuir la velocidad.
Stan estuvo mirando con los prismáticos durante una eternidad. A1 final, los bajó
con un gruñido de desilusión...
"No se ve mucho" dijo "El camión está en mala posición. Las cajas se han
desperdigado por todas partes... algunas se han roto. A ver , qué le parece a
usted."
French miró duramente un largo rato, y después me pasó los prismáticos. Eran de
un modelo muy anticuado y no servían para mucho. Por un momento me pareció
que las cajas estaban rodeadas de una extraña bruma, pero pensé que aquello no
tenía sentido. Lo atribuí a la mala calidad de las lentes.
Y ahí se habría acabado el asunto si no hubieran aparecido dos ciclistas. Subían
la colina con visible esfuerzo en un tándem y, cuando Ilegaron a la brecha del
seto, desmontaron rápidamente para ver lo que ocurría. El camión era visible
desde la carretera, y se dirigieron hacia él cogidos de la mano. La chica parecía
indecisa, y el hombre le decía que no se preocupara. Podíamos imaginar su
conversación; era un espectáculo enternecedor.
No duró mucho. Llegaron a unas cuantas yardas del camión... y salieron corriendo
a gran velocidad en direcciones opuestas. Ninguno de los dos se volvió para mirar
al otro, y observé que corrían de una forma muy peculiar.
Stan, que había recuperado los prismáticos, los bajó con manos temblorosas.
" ¡A los coches! ", gritó.
"Pero..." empezó a decir el doctor French.
Stan le hizo callar con una mirada. " Malditos científicos!'', dijo, i al tiempo que
cerraba la caja (incluso en un momento como aquél no olvidaba su deber). "Ya
sabía yo que esto pasaría tarde o temprano."
Y segundos más tarde, había desaparecido, así como la mayoría de sus clientes.
No se detuvieron ni para preguntarnos si queríamos ir con ellos.
"¡ Esto es ridículo! ", exclamó French. "Antes de que sepamos de que se trata,
esos imbéciles habrán provocado tal pánico que será difícil poner remedio. "
Sabía lo que quería decir. Alguien se lo diría a la policía; desviarían los coches
que viajaran en dirección a Clobham; las líneas telefónicas quedarían bloqueadas
con cientos de llamadas... sería como el horror de "La guerra de los mundos" de
Orson Welles en 1938.
Quizá penséis que estoy exagerando, pero nunca debe subestimarse el poder del
pánico. Y, recordad que la gente tenía miedo de la Fundación y casi esperaba que
ocurriera algo así.
Incluso no me importa deciros que, por entonces, nosotros mismos empezábamos
a sentirnos incómodos.
Eramos incapaces de comprender lo que ocurría en el camión volcado, y no hay
nada que un científico deteste más que no saber a que atenerse.
Mientras tanto, me había apoderado de los prismáticos de Stan y estudiaba la
situación detenidamente. Una teoría empezó a formarse en mi mente. Había un...
halo sobre las cajas. Seguí mirando hasta que los ojos empezaron a escocerme, y
le dije al doctor French: "Creo que ya sé de qué se trata. ¿Por qué no telefonea a
la oficina de Correos de Clobham para tratar de anticiparse a Stan e impedir que
extienda cualquier rumor, si es que ya ha llegado allí? Diga que todo está bajo
control, que no hay nada de qué preocuparse. Mientras usted hace eso, yo voy a
acercarme al camión para comprobar mi teoría."
Debo decir que nadie se ofreció a acompañarme. Aunque empecé a andar con
mucha confianza, al cabo de un rato me sentía un poco menos seguro de mí
mismo. Recordé un incidente que siempre me ha parecido una de las bromas más
irónicas de la historia, y empecé a preguntarme si no estaría ocurriendo algo
parecido. Había una vez una isla volcánica en el Lejano Este, con una población
de cincuenta mil habitantes. Nadie se preocupaba por el volcán, que había permanecido
inactivo durante cien años. Pero un día empezaron las erupciones. Al
principio eran pequeñas, pero su intensidad aumentó en cuestión de horas.
Cundió el pánico, y la gente intentó apiñarse en los pocos botes disponibles para
alcanzar el continente.
Pero se encontraba al frente de la isla un comandante que estaba decidido a
mantener el orden a toda costa.
Publicó proclamas asegurando que no existía peligro alguno, y envió tropas a que
ocupasen los barcos para que no hubiera pérdida de vidas en los intentos de
abandonar la isla en embarcaciones sobrecargadas. Su personalidad era tan
fuerte, y su valor tan ejemplar, que consiguió calmar a la multitud, y aquellos que
intentaban escapar volvieron avergonzados a sus casas y se sentaron a esperar
que se restableciera la normalidad. Cuando el volcán voló por los aires un par de
horas más tarde, llevándose consigo la isla entera, no quedó ni un solo
superviviente...
Al llegar al camión, me vi a mí mismo desempeñando un papel similar a aquel
comandante. Después de todo, a veces es muy aconsejable quedarse y encarar el
peligro, pero otras, lo más sensato es poner pies en polvorosa. Pero ya era
demasiado tarde para volver, y, hasta cierto punto, estaba seguro de la certeza de
mi teoría.
- No sigas - interrumpió George Whitley, que siempre que podía intentaba
estropear los relatos de Harry -. Era gas.
A Harry no pareció molestarle en absoluto que se le adelantaran.
-Es una sugerencia muy ingeniosa. Yo también lo pensé, lo que demuestra que,
de vez en cuando, todos pecamos de tontos.
Había llegado a unos cincuenta pies del camión cuando me paré en seco y, a
pesar de ser un día cálido, un escalofrío muy desagradable me recorrió la espina
dorsal. Porque tenía ante mis ojos algo que hacía añicos mi teoría del gas, sin
dejar nada en su lugar.
Una masa negra y movediza se retorcía sobre la superficie de una de las cajas.
Por un momento quise creer que se trataba de un líquido oscuro que rezumaba de
un recipiente roto. Pero es una propiedad muy característica de los líquidos el no
poder desafiar a la gravedad. Aquello sí podía y, además, estaba vivo. Desde
donde me encontraba parecía el pseudópodo de una amiba gigante cambiando de
forma y grosor, y se movía hacia adelante y hacia atrás sobre el borde de una caja
rota.
En pocos segundos acudieron a mi mente todo tipo de fantasías propias de Edgar
Allan Poe. Pero recordé mi deber como ciudadano y mi dignidad de científico. Me
dirigí hacia aquello, aunque sin demasiada prisa. '
Olfateé con cautela, como si la teoría del gas aún estuviera en mi mente. Pero
fueron mis oídos y no mi olfato, quienes me dieron la respuesta, cuando me rodeó
aquella masa siniestra y escurridiza. Había escuchado aquel sonido millones de
veces, pero nunca con tanta intensidad como entonces. Me senté -a cierta
distancia- y empecé a reír hasta no poder más. Después me levanté y me dirigí al
bar.
"Y bien", dijo el doctor French con ansiedad, "¿de qué se trata? Stan está
esperando al teléfono; le pillamos en la encrucijada. Pero no volverá hasta que le
digamos lo que ocurre."
"Dígale a Stan", contesté, "que envíe al apicultor del pueblo, y que él también
venga. Va a tener mucho trabajo."
"¿A quién?" preguntó French. Abrió la boca con asombro. " ¡Dios mío! No me diga
que... '
"Exactamente", contesté mientras inspeccionaba tras la barra, por si acaso Stan
tenía escondida alguna botella interesante. "Empiezan a tranquilizarse, pero me
imagino que aún están muy fastidiadas. No las conté, pero debe haber medio
millón de abejas ahí abajo intentando volver a sus colmenas rotas."

La Luz de las Tinieblas

La Luz de las Tinieblas
Arthur C. Clarke
No soy uno de esos africanos que se avergüenzan de su tierra porque en
cincuenta años ha progresado menos que Europa en quinientos. Pero si en algo
liemos dejado de avanzar lo de prisa que debíamos, se debe a dictadores como
Chaka; y por eso, sólo debemos reprochárnoslo a nosotros mismos. Si la culpa es
nuestra, también será nuestra la responsabilidad de remediarlo.
Es más, yo tenía razones más poderosas que la mayoría para desear destruir al
Gran Jefe, al Omnipotente, a El-que-Todo-lo-Ve. Era de mi propia tribu, estaba
emparentado conmigo por intermedio de una de las esposas de mi padre, y había
empezado a perseguir a nuestra familia desde el momento en que subió al poder.
Aunque no intervinimos en política, dos de mis hermanos desaparecieron, y otro
murió en un inexplicable accidente de automóvil. Mi propia libertad, de eso cabía
muy poca duda, se debía en gran medida a que era uno de los pocos científicos
del país que gozaban de fama internacional.
Como muchos de mis compatriotas intelectuales, tardé en volverme contra Chaka
porque pensé que como les ocurrió a los alemanes en 1930, que también se
dejaron llevar por el camino equivocado- hay veces en que la dictadura es el único
medio de evitar el caos político. Quizá el primer signo de nuestro catastrófico error
fue cuando Chaka abolió la constitución y adoptó el nombre del emperador zulú
del siglo XIX, de quien estaba genuinamente convencido que era su
reencarnación. A partir de ese momento, su megalomanía fue rápidamente en
aumento. Como todos los tiranos, no se fiaba de nadie y se consideraba rodeado
de conspiraciones.
Esta convicción tenía sus fundamentos. El mundo conoce al menos seis atentados
contra su vida, merced a la publicidad que se les ha dado; pero además hay otros
que se han mantenido en secreto. El fracaso de todos ellos hizo que aumentara la
confianza de Chaka en su propio destino, y confirmó la fe fanática de sus
seguidores en su inmortalidad. Al volverse más desesperada la oposición, las
contramedidas del Gran Jefe se hicieron más crueles... y más bárbaras. El
régimen de Chaka no ha sido el primero, ni siquiera en Africa, que ha torturado a
sus enemigos; pero fue el primero en transmitirlo por televisión.
Aun así, a pesar del horror y la indignación que esto provocó en el mundo, y la
vergüenza que yo sentí, no habría hecho nada si el destino no me hubiera
colocado el arma en la mano. No soy hombre 4e acción, y aborrezco la violencia,
pero en cuanto me di cuenta del poder que poseía, mi conciencia no me dio
tregua. Tan pronto como los técnicos de la NASA tuvieron instalado su equipo y

entregaron el Sistema Infrarrojo de Comunicaciones Hughes Mark X comencé a
hacer planes.
Parece extraño que mi país, uno de los más atrasados del mundo, juegue un
papel capital en la conquista del espacio. Se debe a un puro accidente geográfico,
que de ningún modo ha sido del gusto de rusos y americanos. Pero no hay nada
que ellos puedan hacer al respecto; Umbala se halla situada en el ecuador,
directamente debajo de las órbitas de todos los planetas. Y posee un elemento
natural único e inestimable: el volcán apagado conocido con el nombre de cráter
Zambue.
Cuando se extinguió el Zambue, hace más de un millón de años, la lava se retiró
poco a poco, solidificándose en una serie de terrazas y formando un cuenco de
una milla de diámetro y mil pies de profundidad. Fue necesario el mínimo
movimiento de tierras, así como la menor longitud de cable para convertirlo en el
mayor radiotelescopio de la Tierra. Y debido a que este gigantesco reflector está
fijo examina cualquier porción concreta del firmamento tan sólo durante unos
minutos cada veinticuatro horas, a medida que la Tierra gira sobre su eje. Este era
el precio que los científicos estaban dispuestos a pagar por la posibilidad de recibir
las señales que las sondas y las naves emitían desde los mismísimos confines del
sistema solar.
Chaka era un problema que no habían previsto. Se había hecho con el poder
cuando la obra estaba casi terminada, y tuvieron que avenirse con él como
pudieron. Afortunadamente, sentía un respeto supersticioso por la ciencia, y
necesitaba todos los rublos y dólares que pudiera sacarles. La Contribución
Ecuatoriana al Programa Espacial quedó a salvo de su megalomanía; y desde
luego, ayudó a reforzarla.
El Gran Plato había quedado instalado el día que hice yo mi primera visita a la
torre que se alza en su centro. Era un mástil vertical de más de mil quinientos pies
de altura, el cual soportaba las antenas que confluían en el foco del inmenso
cuenco. Un pequeño ascensor con capacidad para tres hombres subía lentamente
hasta lo más alto.
Al principio, no había nada digno de ver, aparte del deslucido brillo de la salsera
de láminas de aluminio, curvada hacia arriba a una media milla en todo mi
alrededor. Pero luego me elevé por encima del borde del cráter y pude ver la tierra
hasta una distancia mucho más lejana de lo que yo había esperado. La
prominencia azulenca y nevada que emergía de la bruma de poniente era el
monte Tampala, el segundo pico más elevado de Africa, separado de mi por una
infinidad de millas de jungla. A través de esa jungla, en las grandes curvas
intrincadas, culebreaban las cenagosas aguas del río Nya... la única ruta que
millones de compatriotas míos habían conocido. Unos cuantos claros, una línea de
ferrocarril y el resplandor blanco y lejano de la ciudad eran los únicos signos de
vida humana. Una vez más sentí esa opresiva sensación de desesperanza que
siempre me asalta cuando contemplo Umbala desde el aire y comprendo la
insignificancia del hombre frente a la jungla eternamente dormida.
Tras un clic, la caja del ascensor se detuvo en el cielo, a un cuarto de milla del
suelo. Al salir me encontré en una reducida habitación pertrechada de cables
coaxiales y de instrumentos. Aún quedaba un trecho por recorrer, pues una
estrecha escala subía, a través del tejado, a una plataforma que tenía poco más
de una yarda cuadrada. No era un lugar muy apropiado para quien fuese propenso
al vértigo; no había siquiera un pasamanos que sirviera de protección. El cable
central del pararrayos daba cierta seguridad, así que me estuve agarrado
firmemente a él todo el tiempo que permanecí en esa almadía metálica de forma
triangular, tan próxima a las nubes.
La magnificencia del panorama y la euforia de sentir un ligero, aunque
omnipresente peligro, me hicieron olvidar el paso del tiempo. Me sentía como un
dios, completamente alejado de los asuntos terrenos, superior a todos los demás
hombres. Y entonces comprendí, con una certeza matemática, que aquí había un
desafío que Chaka jamás podría ignorar.
El coronel Mtanga, su jefe de Seguridad, se opondría; pero sus protestas serían
desoídas. Conociendo a Chaka, uno podía predecir con absoluta seguridad que el
día de la inauguración oficial estaría aquí, solo, durante un buen rato, dominando
su imperio con la mirada. Su escolta personal permanecería en el recinto de abajo,
una vez registrado todo por si habían colocado alguna bomba. No podrían hacer
nada para salvarle cuando disparara yo desde tres millas de distancia y a través
de la cadena de montañas que se extiende entre el radiotelescopio y mi
observatorio. Me alegraba de que hubiera montañas por medio; aunque
complicaban el problema, me protegerían de toda sospecha. El coronel Mtanga
era un hombre muy inteligente, pero probablemente no podría concebir que
existiera un arma capaz de disparar en ángulo. Y él buscaría un fusil, aunque no
encontraría ninguna bala.
Regresé al laboratorio y empecé mis cálculos. No había transcurrido mucho
tiempo, cuando descubrí mi primer error. Puesto que había visto cómo hacía un
agujero la luz concentrada del rayo láser en un trozo de sólido acero en una
milésima de segundo, supuse que mi Mark X podía matar a un hombre. Pero la
cosa no es tan sencilla. En determinados aspectos, el hombre es un material más
duro que el acero. En su mayor parte es agua, la cual tiene diez veces la
capacidad de calor de cualquier metal. El haz de luz que perfora una plancha de
blindaje o lleva un mensaje hasta Plutón -cosa para la que había sido proyectado
el Mark X- produciría en el hombre una quemadura dolorosa, pero completamente
superficial. Lo peor que podía hacerle a Chaka, desde una distancia de tres millas,
era un agujero en la multicolor manta tribal que tan pomposamente vestía para
probar que aún se consideraba un hijo del pueblo.
Durante un tiempo casi abandoné el proyecto. Pero no desistiría; instintivamente>
sabía que la respuesta estaba allí, y que sólo era cuestión de saber verla. Quizá
podía utilizar mis invisibles balas de calor para cortar uno de los cables que
sujetaban la torre, con el fin de que se derrumbara cuando Chaka estuviera en lo
alto. Los cálculos indicaban que esto era factible si el Mark X actuaba
ininterrumpidamente durante quince segundos. Un cable, a diferencia del hombre,
no se movería, así que no era necesario aventurarlo todo a un solo impulso de
energía. Podía tomarme el tiempo que quisiera.
Pero dañar el telescopio habría sido una traición a la ciencia, y casi me sentí
aliviado al comprobar que este proyecto era irrealizable. El mástil tenía
incorporados tantos elementos de seguridad que habría sido necesario cortar al
menos tres cables para derribarlo. Había que desechar este plan; se habrían
necesitado horas y horas de ajustes, así como preparar y apuntar el aparato para
cada disparo de precisión.
Tenía que pensar otra cosa; y como los hombres tardan mucho tiempo en ver lo
que es evidente, hasta una semana antes de la inauguración oficial del telescopio
no supe cómo habérmelas con Chaka. El-que-Todo-lo-Ve, el Omnipotente, el
Padre del Pueblo.
A la sazón, mis estudiantes habían coordinado y calibrado el aparato, y estábamos
preparados para las primeras comprobaciones a toda su potencia. Al girar en su
elevador del interior de la cúpula del observatorio, el Mark X parecía exactamente
un gran telescopio de doble cañón reflejo... y, efectivamente, lo era. En uno de
ellos, un espejo de treinta y seis pulgadas centraba el impulso del láser y lo
enfocaba en el espacio; el otro actuaba como receptor de señales y podía
utilizarse también como un visor telescópico superpotente para apuntar el aparato.
Comprobamos su enfilación en el blanco celeste más próximo: la Luna. Ya
avanzada la noche, centré los cables en cruz en medio del pálido creciente y
disparé un impulso. Dos segundos y medio más tarde se produjo un eco tenue. La
cosa marchaba.
Había aún un detalle por arreglar, y tenía que hacerlo yo en absoluto secreto. El
radiotelescopio se hallaba al norte del observatorio, al otro lado de la cordillera que
nos impedía ver directamente. Una milla al Sur había una montaña aislada. Yo la
conocía bastante bien, porque hacía años había ayudado a instalar allí una
estación de rayos cósmicos. Ahora sería utilizada para un fin que jamás habría
imaginado en los tiempos en que mi país era libre.
Justo debajo de la cima se alzaban las ruinas de un viejo fuerte, abandonado
desde hacía siglos. Necesité hacer pocas exploraciones para encontrar el lugar
que necesitaba: una pequeña cueva, de menos de una yarda de alta, entre dos
grandes rocas que habían caído de las antiguas murallas. A juzgar por las
telarañas, hacía generaciones que no había entrado allí un ser humano.
Cuando me agazapé en la abertura pude ver todas las instalaciones del Programa
Espacial, que se extendían en varias millas. Al Este se encontraban las antenas
de la vieja Estación de Seguimiento del Proyecto Apolo, que había traído a los
primeros hombres de la Luna. Más allá estaba el campo de aterrizaje, por encima
del cual se cernía un avión de transporte con sus propulsores verticales en
funcionamiento. Pero todo lo que a. mi me interesaba era que estuvieran
despejadas las líneas de visión desde este lugar a la cúpula del Mark X, y al
extremo del mástil del radiotelescopio, tres millas al Norte.
Tardé entre días en instalar el espejo plateado, ópticamente perfecto, en su
secreto habitáculo. Los tediosos ajustes micrométricos para dar la exacta
orientación tardaron tanto que temí que no estuviera listo a tiempo. Pero al fin salió
correcto el ángulo, con un error menor que un segundo de arco. Cuando apunté el
telescopio del Mark X al punto secreto de la montaña, pude ver la cordillera que
tenía detrás de mí. El campo visual era pequeño, aunque suficiente; el área del
blanco tenía una yarda, y yo podía apuntar sobre cualquier pulgada de esa zona.
La luz podía recorrer, en cualquiera de los sentidos, la trayectoria que yo había
preparado. Todo cuanto veía por el telescopio visor estaba automáticamente en la
línea de fuego del transmisor.
Me parecía extraño, tres días más tarde, estar sentado tranquilamente en el
observatorio, con los acumuladores eléctricos zumbando en torno mío, y ver a
Chaka entrar en el campo visual del telescopio. Experimenté un fugaz destello de
triunfo, como el astrónomo que ha calculado la órbita de un nuevo planeta y luego
lo descubre en el punto previsto entre las estrellas. El cruel rostro estaba de perfil
cuando lo vi al principio, como si estuviera a sólo unos treinta pies, gracias al
aumento máximo que yo utilizaba. Aguardé pacientemente, con serena confianza,
porque tenía que llegar el momento que yo sabía: aquel en el que Chaka
parecería estar mirando hacia mí. Cuando esto sucedió, cogí con la mano
izquierda la imagen de un antiguo dios, que no debe de tener nombre, y accioné
con la otra el conmutador que disparaba el láser, lanzando mi rayo silencioso e
invisible por encima de las montañas.
Si, era muchísimo mejor así. Chaka merecía la muerte; pero ésta le habría
convertido en un mártir y habría fortalecido el dominio de su régimen. Lo que yo le
tenía reservado era peor que la muerte, desataría entre sus defensores un terror
supersticioso.
Chaka vivía aun; pero El-que-Todo-lo-Ve no volvería a ver ya nunca más. En el
espacio de unos microsegundos le había reducido a una condición inferior a la del
pordiosero más humilde de la calle.
Ni siquiera le había hecho daño. Porque no se siente dolor cuando la delicada
película de la retina se funde por el calor de un millar de soles.

El Centinela



El Centinela
Arthur C. Clarke
La próxima vez que veáis la Luna llena allá en lo alto, por el Sur, mirad
cuidadosamente al borde derecho, y dejad que vuestra mirada se deslice a lo
largo y hacia arriba de la curva del disco. Alrededor de las 2 del reloj, notaréis un
óvalo pequeño y oscuro; cualquiera que tenga una vista normal puede encontrarlo
fácilmente. Es la gran llanura circundada de murallas, una de las más hermosas
de la Luna, llamada Mare Crisium, Mar de las Crisis. De unos quinientos
kilómetros de diámetro, y casi completamente rodeada de un anillo de espléndidas
montañas, no había sido nunca explorada hasta que entramos en ella a finales del
verano de 1966.
Nuestra expedición era importante. Teníamos dos cargueros pesados que habían
llevado volando nuestros suministros y equipo desde la principal base lunar de
Mare Serenitatis, a ochocientos kilómetros de distancia. Había también tres
pequeños cohetes destinados al transporte a corta distancia por regiones que no
podían ser cruzadas por nuestros vehículos de superficie. Afortunadamente la
mayor parte del Mare Crisium es muy llana. No hay ninguna de las grandes grietas
tan corrientes y tan peligrosas en otras partes, y muy pocos cráteres o montañas
de tamaño apreciable. Por lo que podíamos juzgar, nuestros poderosos tractores
oruga no tendrían dificultad en llevarnos a donde quisiésemos.
Yo era geólogo - o selenólogo, si queremos ser pedantes - al mando de un grupo
que exploraba la región meridional del Mare. En una semana habíamos cruzado
cien de sus millas, bordeando las faldas de las montañas de lo que había antes
sido el antiguo mar, hace unos mil millones de años. Cuando la vida comenzaba
sobre la Tierra, estaba ya muriendo aquí. Las aguas se iban retirando a lo largo de
aquellos fantásticos acantilados, retirándose hacia el vacío corazón de la Luna
Sobre la tierra que estábamos cruzando, el océano sin mareas había tenido en
otros tiempos casi un kilómetro de profundidad, pero ahora el único vestigio de
humedad era la escarcha que a veces se podía encontrar en cuevas donde la
ardiente luz del sol no penetraba nunca.
Habíamos comenzado' nuestro viaje temprano en la lenta aurora lunar, y nos
quedaba aún una semana de tiempo terrestre antes del anochecer. Dejábamos
nuestro vehículo media docena de veces al día, y salíamos al exterior en los trajes
espaciales para buscar minerales interesantes, o colocar indicaciones para gula
de futuros viajeros. Era una rutina sin incidentes. No hay nada peligroso, ni
siquiera especialmente emocionante en la exploración lunar Podíamos vivir
cómodamente durante un mes en nuestros tractores a presión, y si nos
encontrábamos con dificultades siempre podíamos pedir auxilio por radio y
esperar a que una de nuestras naves espaciales viniese a buscarnos. Cuando eso
ocurría se armaba siempre un gran jaleo sobre el malgasto de combustible para el
cohete, de modo que un tractor solamente enviaba un SOS en caso de verdadera
necesidad.
Acabo de decir que no había nada estimulante en la exploración lunar, pero,
naturalmente, eso no es cierto. Uno no podía nunca cansarse de aquellas
increíbles montañas, mucho más abruptas que las suaves colinas de la Tierra.
Cuando doblábamos los cabos y promontorios de aquel desaparecido mar, no
sabíamos nunca qué esplendores nos iban a ser revelados. Toda la curva sur del
Mare Crisium es un vasto delta donde veinte ríos iban antes al encuentro del
océano, alimentados quizá por las torrenciales lluvias que debieron haber batido
las montañas en la breve época volcánica cuando la Luna era joven. Cada uno de
aquellos valles era una invitación, retándonos a trepar a las desconocidas tierras
altas de más allá. Pero aún nos quedaban más de cien kilómetros por recorrer, y
no podíamos hacer otra cosa sino contemplar con nostalgia las alturas que otros
deberían escalar.
A bordo del tractor seguíamos la hora terrestre, y exactamente a las 22,00
enviábamos el mensaje final por radio, y cerrábamos para el resto del día. Fuera,
las rocas ardían todavía bajo el sol casi vertical, pero para nosotros era de noche
hasta que nos despertábamos ocho horas más tarde. Entonces uno de nosotros
preparaba el desayuno, se oía mucho zumbar de máquinas de afeitar eléctricas, y
alguien siempre ponía en marcha la radio de onda corta de la Tierra. En realidad,
cuando el olor del tocino frito comenzaba a llenar la cabina, era a veces difícil no
creer que estábamos de regreso en nuestro propio mundo, todo era tan normal y
casero, excepto por la sensación de poco peso y por la extraña lentitud con que
caían los objetos.
Me tocaba a mí preparar el desayuno en el rincón de la cabina principal que servía
de cocina. Después de tantos años, recuerdo aún vívidamente aquel instante,
pues la radio acababa de tocar una de mis melodías favoritas, el viejo aire galés,
«David de la Roca Blanca». Nuestro conductor estaba ya fuera en su traje
espacial, inspeccionando nuestras bandas oruga. Mi ayudante, Louis Garnett,
estaba de pie delante, haciendo algunas anotaciones en el diario de a bordo del
día anterior.
Mientras estaba de pie junto a la sartén, esperando, como cualquier ama de casa
terrestre, que las salchichas se dorasen, dejé que mi mirada se pasease
distraídamente por las paredes de la montaña que cubría todo el horizonte
meridional, extendíéndose hasta perderse de vista hacia el Este y el Oeste, por
debajo de la curva de la Luna. Parecían estar a unos dos kilómetros del tractor,
pero sabía que la más cercana estaba a treinta kilómetros de distancia. En la
Luna, como es natural, no hay pérdida de detalle con la distancia, nada de aquella
neblina casi imperceptible que suaviza las cosas distantes de la Tierra.
Aquellas montañas tenían tres mil metros de altura, y se erguían abruptamente
desde la llanura, como si en edades pasadas alguna erupción subterránea las
hubiese empujado hasta el cielo a través de la fundida corteza. La base de incluso
la más cercana, estaba oculta de la vista por la pronunciada curvatura de la
superficie del llano, pues la Luna es un mundo muy pequeño, y el horizonte estaba
a solamente tres kilómetros del punto en donde me hallaba.
Alcé los ojos hacia los picos que ningún hombre había escalado aún, picos que,
antes de llegar la vida a la Tierra, habían contemplado cómo los océanos en
retirada se hundían sombríamente en sus tumbas, llevándose con ellos la
esperanza y la temprana promesa de un mundo. La luz del sol batía aquellos
baluartes con un resplandor que hería los ojos, y sin embargo, muy poco por
encima de ellos las estrellas brillaban fijamente en un cielo más negro que el de
una noche de invierno en la Tierra.
Apartaba yo la mirada cuando capté un brillo metálico en lo alto de una arista de
un gran promontorio que se proyectaba hacia el mar, a unos cincuenta kilómetros
hacia el Oeste. Era un punto de luz sin dimensiones, como si una estrella hubiese
sido arrancada al cielo por uno de aquellos crueles picos, y me imaginé que
alguna superficie lisa de roca recogía el resplandor del sol y lo reflejaba
directamente hacia mis ojos Tales cosas no son raras. Cuando la Luna está en el
segundo cuadrante, los observadores en la Tierra pueden ver a veces cómo las
grandes cordilleras del Oceanus Procellarum arden con una iridiscencia azulblanca,
al incidir sobre ellas la luz del sol y saltar de un mundo a otro. Pero tuve la
curiosidad de saber qué clase de roca era la que tanto brillaba, y subí a la torrecilla
de observación e hice girar hacia el Este nuestro telescopio de Díez centímetros.
Pude ver lo suficiente para ser tentado. Claros y bien definidos en el campo visual,
los picos de las montañas parecían estar a solamente un kilómetro, pero lo que
fuera que captaba la luz del sol era aún demasiado pequeño para ser resuelto. Y
sin embargo, parecía tener una elusiva simetría, y la cumbre sobre la que se
elevaba era extrañamente plana. Contemplé largo rato aquel resplandeciente
enigma, forzando mis ojos hacia el espacio, hasta que un olor de quemado
procedente de la cocina me indicó que las salchichas de nuestro desayuno habían
hecho en vano su viaje de más de un millón de kilómetros.
Toda aquella mañana discutimos durante nuestra marcha a través del Mare
Crisium, mientras las montañas occidentales se iban elevando hacia el cielo.
Incluso cuando estábamos buscando minerales en nuestros trajes espaciales,
continuamos la discusión por la radio. Mis compañeros mantenían que era
absolutamente cierto que no había habido nunca ninguna forma de vida inteligente
en la Luna. Los únicos seres vivientes que habían jamás existido allí, eran unas
cuantas plantas primitivas y sus antepasados algo menos degenerados. Lo sabía
tan bien como cualquier otro, pero hay ocasiones en que un científico no debe
temer hacer el ridículo.
- Escuchadme - dije al fin -, voy a subir allá aunque solamente sea para
tranquilidad de conciencia. Aquella montaña tiene menos de cuatro mil metros de
altura - es decir, solamente setecientos para la gravedad de la Tierra - y puedo
hacer el recorrido en veinte horas a lo sumo. En todo caso, siempre he tenido
ganas de subir a aquellas cumbres, y esto me proporciona una excelente excusa.
- Si no te rompes la cabeza - dijo Garnett -, serás el hazmerreír de la expedición
cuando volvamos a la Base. Desde ahora en adelante aquella montaña
probablemente se llamará «La Locura de Wilson».
- No me romperé la cabeza - dije firmemente -. ¿Quién fue el primero en ascender
a Pico y a Helicon?
- ¿Pero no eras bastante más joven en aquellos tiempos? - preguntó suavemente
Louis.
- Eso. - dije con gran dignidad - es otra razón más para ir.
Aquella noche nos acostamos temprano, después de conducir el tractor hasta un
kilómetro del promontorio: Garnett iba a venir conmigo a la mañana siguiente; era
un buen alpinista, y me había acompañado con frecuencia en tales hazañas.
Nuestro conductor estaba más que satisfecho con quedarse a cargo de la
máquina.
A primera vista, aquellos acantilados parecían completamente inaccesibles, pero
para cualquiera que tenga la cabeza firme, es fácil trepar en un mundo en donde
todos los pesos son solamente el sexto de su valor normal. El verdadero peligro
del alpinismo lunar estriba en un exceso de confianza; una caída de cien metros
en la Luna puede, matar con tanta seguridad como una veinte en la Tierra.
Hicimos nuestra primera parada sobre una repisa a unos mil metros sobre el llano.
La ascensión no había sido muy difícil, pero mis miembros estaban algo rígidos
por el desacostumbrado esfuerzo, y me alegré del descanso. Podíamos todavía
ver al tractor como si fuese un pequeño insecto metálico allá a lo lejos, al pie del
acantilado, e informamos al conductor sobre la marcha de nuestra ascensión
antes de partir de nuevo.
De hora en hora nuestro horizonte se fue ensanchando, y una porción cada vez
mayor de la llanura se fue haciendo visible. Podíamos ahora ver hasta ochenta
kilómetros a través del Mare, incluso los picos de las montañas de la costa
opuesta, a más de ciento sesenta kilómetros. Pocas llanuras lunares son tan
planas como el Mare Crísium, y hasta podíamos imaginarnos que había un mar de
agua y no de roca a tres kilómetros por debajo de nosotros. Solamente un grupo
de agujeros de cráteres hacia el final del horizonte estropeaba la ilusión.
Nuestro objetivo seguía invisible sobre la arista de la montaña, y nos orientábamos
por medio de mapas empleando la Tierra como guía. Casi exactamente al Este de
nosotros, aquel gran creciente de plata pendía bajo sobre la llanura, ya muy en su
primer cuadrante. El sol y las estrellas seguirían su lenta marcha a través del cielo
y acabarían por desaparecer de la vista, pero la Tierra siempre estaría allí, sin
moverse nunca de su lugar fijo, creciendo y menguando a medida que iban
pasando los años y las estaciones. Dentro de diez días seria un disco cegador que
bañaría aquellas rocas con su resplandor de medianoche, cincuenta veces mas
brillante que la luna llena. Pero teníamos que salir de las montañas mucho antes
de la noche, o nos quedaríamos en ellas para Siempre.
En el interior de nuestros trajes estábamos confortablemente frescos, pues las
unidades de refrigeración combatían al feroz sol y extraían el calor corporal de
nuestros esfuerzos. Rara vez nos hablábamos, salvo para comunicarnos
instrucciones de escalada, y para discutir nuestro mejor plan de ascensión. No sé
lo que pensaba Garnett, probablemente que aquella era la aventura más
descabellada en que se había metido en su vida. Yo casi estaba de acuerdo con
él, pero el gozo de la ascensión, el saber que ningún hombre había pasado antes
por allí y le sensación vivificadora ante el paisaje que se ensanchaba, me
proporcionaba toda la recompensa que necesitaba.
No creo haberme sentido especialmente agitado cuando vi frente a nosotros la
pared de roca que había antes inspeccionado a través del telescopio desde una
distancia de cincuenta kilómetros. Se hacía llana a unos veinte metros sobre
nuestras cabezas, y allí, sobre la meseta, estaba lo que me había atraído a través
de todos aquellos desolados yermos. Casi con seguridad no seria sino una roca
astillada hacía siglos por un meteoro en su caída, con sus planos de escisión
nuevos y brillantes en aquel incorruptible e inalterable silencio.
No había en la roca dónde asirse con las manos, y tuvimos que emplear un pitón.
Mis cansados brazos parecieron recobrar nuevas fuerzas cuando hice girar sobre
mi cabeza el ancla metálica de tres dientes y la lancé en dirección a las estrellas.
La primera vez no agarró, y volvió cayendo lentamente cuando tiramos de la
cuerda. Al tercer intento los tres dientes se fijaron fuertemente, y no pudimos
arrancarlos aunando nuestros esfuerzos.
Garnett me miró ansiosamente. Comprendí que quería ir primero, pero le sonreí
desde detrás del vidrio de mi casco, y denegué con la cabeza. Lentamente, sin
apresurarme, comencé la ascensión final.
Incluso contando mi traje espacial, aquí solamente pesaba unos veinte kilos, de
modo que me icé con las manos, sin preocuparme de utilizar los pies. Al llegar al
borde me detuve y saludé a mi compañero, luego acabé de subir y me alcé,
mirando enfrente de mí.
Debéis comprender que hasta aquel momento había estado casi convencido de
que no podía encontrar allí nada extraño ni desacostumbrado. Casi, pero no del
todo; había sido precisamente aquella duda llena de misterio la que me había
impulsado hacia adelante. Pues bien, no era ya una duda, pero el misterio apenas
había comenzado.
Me encontraba ahora sobre una meseta que tendría quizá unos treinta metros de
ancho. Había sido lisa en un tiempo - demasiado lisa para ser natural - pero los
meteoros en su caída habían marcado y perforado su superficie en el transcurso
de incontables inmensidades de tiempo. Había sido aplanada para soportar una
estructura aproximadamente piramidal, de una altura doble de la de un hombre,
engastada en la roca.
Probablemente ninguna emoción llenó mi mente durante aquellos primeros
segundos. Luego sentí una inmensa euforia, y una alegría extraña e inexplicable.
Pues yo amaba a la Luna, y ahora sabía que el musgo rastrero de Aristarco y
Eratóstenes no era la única vida que había soportado en su juventud. El viejo y
desacreditado sueño de los primeros exploradores era cierto. Al fin y al cabo,
había habido una civilización lunar, y yo era el primero en encontrarla. El hecho de
que había llegado quizá cien millones de años demasiado tarde, no me
perturbaba; era suficiente haber llegado.
Mi mente comenzaba a funcionar normalmente, a analizar y a formular preguntas.
¿Era eso un edificio, un santuario o algo para lo cual mi lenguaje carecía de
palabra? Si un edificio, ¿entonces por qué había sido erigido en lugar tan
inaccesible? Me preguntaba si podría haber sido un templo, y me imaginaba a los
adeptos de algún extraño sacerdocio clamando a sus dioses que les salvasen,
mientras la vida de la Luna refluía con los agonizantes océanos: ¡clamando en
vano!
Adelanté una docena de pasos para examinar más de cerca aquello, pero un
cierto instinto de precaución me impidió acercarme demasiado. Sabia algo de
arqueología, e intenté adivinar el nivel cultural de la civilización que había alisado
aquella montaña, y levantado aquellas brillantes superficies especulares que
deslumbraban aún mis ojos.
Los egipcios pudieron haberlo hecho, pensé, si sus trabajadores hubiesen poseído
los extraños materiales que esos arquitectos, mucho más antiguos, habían
empleado. Debido al pequeño tamaño de aquel objeto no se me ocurrió pensar
que quizá estaba contemplando la obra de una raza mas adelantada que la mía.
La idea de que la Luna había poseído alguna inteligencia era aun demasiado
inusitada para ser asimilada, y mi orgullo no me permitía dar el último y humillante
salto.
Y entonces observé algo que me produjo un escalofrío por el cuero cabelludo y la
espina dorsal, algo tan trivial e inocente que muchos ni siquiera lo hubiesen
notado. Ya he dicho que la meseta presentaba cicatrices de meteoros: estaba
también cubierta por algunos centímetros del polvo cósmico que está siempre
filtrándose sobre la superficie de todos los mundos donde no hay vientos que lo
perturben. Y sin embargo, el polvo y las marcas de los meteoros terminaban
abruptamente en un círculo que incluía a la pequeña pirámide, como si una
barrera invisible la protegiese de los estragos del tiempo y del lento pero incesante
bombardeo del espacio.
Algo gritaba en mis auriculares, y me di cuenta de que Garnett me había estado
llamando desde hacia algún tiempo. Me dirigí vacilante hasta el borde del
acantilado, y le señalé para que viniese a unirse conmigo pues no osaba hablar.
Luego volví al círculo señalado sobre el polvo. Cogí un fragmento de roca y lo
arrojé suavemente hacia el brillante enigma. No me hubiese sorprendido Si el
guijarro hubiese desaparecido en aquella barrera invisible, pero parecía tocar una
superficie lisa, hemisférica, y resbalar suavemente hasta el suelo.
Supe entonces que estaba contemplando algo que no tenía equivalente en la
antigüedad de mi propia raza. Aquello no era un edificio, sino una máquina, que se
protegía con fuerzas que habían desafiado a la eternidad. Aquellas fuerzas,
cualesquiera que fuesen, operaban aún, y quizá me había acercado ya
demasiado. Pensé en todas las radiaciones que el hombre había capturado y
dominado durante el pasado siglo. Podía muy bien ser que estuviese ya tan
irrevocablemente condenado como si hubiese entrado en el aura silenciosa y
mortífera de una pila atómica sin protección.
Recuerdo que entonces me volví hacia Garrett, quien se me había reunido y
estaba de pie e inmóvil a mi lado. Parecía haberse olvidado de mi, de modo que
no le perturbé, sino que me dirigí hacia el borde del acantilado, esforzándome por
ordenar mis pensamientos. Allá abajo estaba el Mare Crisium, extraño y misterioso
para la mayoría de los hombres, pero tranquilizadoramente familiar para mí.
Levanté los ojos hacia la media Tierra, yacente en su cuna de estrellas, y me
pregunté qué habrían cubierto sus nubes cuando esos desconocidos
constructores habían terminado su trabajo. ¿Era la jungla llena de vapores del
Carbonífero, la desolada costa sobre la cual debían trepar los primeros anfibios
para conquistar la Tierra, o, antes aún, la larga soledad precursora de la llegada
de la vida?
No me preguntéis por qué no adiviné antes la verdad, la verdad que ahora parece
tan obvia. En la primera exaltación de mi descubrimiento había asumido sin
titubear que aquella aparición cristalina había sido construida por alguna raza
perteneciente al remoto pasado de la Luna, pero de repente y con avasalladora
fuerza, se hizo en mí la certeza de que era tan extranjera a la Luna como yo
mismo.
En veinte años no habíamos encontrado otros vestigios de vida sino unas cuantas
plantas degeneradas. Ninguna civilización lunar, cualquiera que hubiese sido su
fin, podía haber dejado no más que un solo testimonio de su existencia.
Miré nuevamente a la brillante pirámide, y me pareció aún más remota que todo lo
que se relacionaba con la Luna. Y de repente sentí que me estremecía con una
risa alocada e histérica, ocasionada por la exaltación y el exceso de fatiga; pues
me había imaginado que la pequeña pirámide me hablaba diciéndome: «Lo siento,
pero yo tampoco soy de aquí. »
Hemos tardado veinte años en quebrantar aquella invisible coraza y en llegar a la
máquina del interior de aquellas paredes de cristal. Lo que no podíamos
comprender, lo rompimos al fin con la salvaje fuerza de la energía atómica, y
ahora he visto los fragmentos de aquella hermosa y resplandeciente cosa que
encontré en la montaña.
Carecen de sentido. Los mecanismos - si es que en realidad son mecanismos - de
la pirámide, pertenecen a una tecnología que se encuentra mucho más allá de
nuestro horizonte, quizá a la tecnología de las fuerzas parafísicas.
El misterio nos obsesiona tanto más ahora que los otros planetas han sido
alcanzados, y que sabemos que solamente la Tierra ha sido el hogar de la vida
inteligente. Ni tampoco ninguna civilización perdida de nuestro propio mundo pudo
nunca haber construido aquella máquina, pues el espesor del polvo meteórico
sobre la meseta nos ha permitido calcular su edad. Estaba ya allí, sobre su
montaña, antes de que la vida hubiese emergido de los mares de la Tierra.
Cuando nuestro mundo tenía la mitad de su presente edad, algo procedente de las
estrellas pasó a través del Sistema Solar, dejó aquella señal de su paso, y
prosiguió su camino. Hasta que la destruimos, aquella máquina seguía cumpliendo
la misión de sus constructores; y en cuanto a esa misión, he aquí lo que yo
presumo:
Hay cerca de cien mil millones de estrellas en el circulo de la Vía Láctea, y hace
mucho tiempo que otras razas en los mundos de otros soles deben haber
alcanzado y superado las alturas que nosotros hemos alcanzado. Pensad en tales
civilizaciones, lejanas en el tiempo, en el resplandor mortecino que siguió a la
Creación, dueñas de un Universo tan joven que la vida había llegado solamente a
un puñado de mundos. De ellas hubiese sido una soledad que no podemos
imaginarnos, la soledad de dioses que buscan a través del infinito, y que no
encuentran a nadie con quien compartir sus pensamientos.
Debieron de haber estado buscando por los racimes de estrellas del modo que
nosotros rebuscamos por entre los planetas. Debía de haber mundos por todas
partes, pero debían de estar vacíos, o poblados de cosas rastreras y sin mente.
Tal era nuestra propia Tierra, con el humo de sus grandes volcanes que
manchaba aún su cielo, cuando aquella primera nave de los pueblos de la aurora
llegó desde los abismos de más allá de Plutón. Pasó los helados mundos
externos, sabiendo que la vida no podría desempeñar parte alguna en sus
destinos. Se detuvo entre los planetas interiores, calentándose al calor del Sol y
esperando que comenzasen sus historias.
Aquellos vagabundos debieron de haber contemplado la Tierra, que giraba en la
estrecha zona entre el hielo y el fuego, y debieron de adivinar que era el favorito
entre los hijos del Sol. Aquí habría inteligencia; pero tenían incontables estrellas
delante de sí, y quizá nunca más volviesen por aquí.
Y así fue que dejaron un centinela, uno de los millones que han dispersado por
todo el universo, para que vigilen los mundos con promesa de vida. Era un faro
que a través de las edades ha venido señalando pacientemente el hecho de que
nadie lo había descubierto.
Quizá comprenderéis por qué colocada aquella pirámide de cristal sobre la Luna
en lugar de sobre la Tierra. A sus constructores no los interesaban las razas que
estaban aún luchando por salir del salvajismo. Solamente les interesaría nuestra
civilización si demostramos nuestra aptitud para sobrevivir al espacio y
escapándonos así de nuestra cuna, la Tierra. Ese es el reto con que todas las
razas inteligentes tienen que enfrentarse, mas tarde o más temprano. Es un reto
doble, pues depende a su vez de la conquista de la energía atómica y de la ultima
elección entre la vida y la muerte.
Una vez hubiésemos superado aquella crisis sería solamente cuestión de tiempo
el que encontrásemos la pirámide y la abriésemos. Ahora habrán cesado sus
señales y aquellos cuyo deber sea éste estarán dirigiendo sus mentes hacia la
Tierra. Quizá deseen ayudar a nuestra joven civilización. Pero deben de ser muy,
muy viejos, y los viejos tienen can frecuencia una envidia loca de los jóvenes.
No puedo nunca mirar la Vía Láctea sin preguntarme de cuál de aquellas
compactas nubes de estrellas vendrán los emisarios. Si me perdonáis un símil tan
prosaico, diré que hemos roto el cristal de la alarma de bomberos, y no nos queda
más que hacer sino esperar.
Y no creo que tengamos que esperar mucho.
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