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Las tres leyes robóticas 1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño. 2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la primera Ley. 3. Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o segunda Leyes. Manual de Robótica 1 edición, año 2058

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domingo, 10 de octubre de 2010

RÉQUIEM POR UN DIOS MORTAL -- Juan G. Atienza





RÉQUIEM POR UN DIOS MORTAL
Juan G. Atienza



No somos ni dioses ni inmortales.
Haz que tu breve vida sea digna del destino.
(Del himno de los cosmonautas soviéticos).


...Y la Tierra allá abajo... El día y la noche sucediéndose hora tras hora, acelerando el ritmo vital del hombre, como si el tiempo quisiera aún apurar los minutos que faltaban antes de que llegase, a través de la radio, la orden inapelable de emprender el descenso. Luego...
Se lo habían advertido mucho antes del lanzamiento: aquella iba a ser una experiencia totalmente nueva y, sin duda, infinitamente más peligrosa que las anteriores. Incluso le dieron ocasión de estudiar a los camaradas que volaron dentro de aquella misma cápsula antes que él; les había visto debatirse en los lechos del hospital de la base, caer a tierra sin motivo aparente, sufrir mareos y vértigos, mirar con ojos de idiota el mundo circundante y contraer horribles psicosis que les habían convertido en seres inútiles para el resto de su vida. Había visto los hijos deformes que sus mujeres habían traído al mundo y que habían sido celosamente ocultados a los ojos de la gente. Le habían mostrado todo aquel horror y le habían anunciado claramente que su vuelo sería más largo y más alto que todos los vuelos anteriores y que contendría en su programa todos los elementos sospechosos que habían producido las distintas lesiones de sus compañeros. Porque los hombres de ciencia tenían que saber si una intensificación de las circunstancias anormales podría recrudecer o agravar sus estados.
Le dieron ocasión de renunciar, por eso precisamente no quisieron ocultarle los peligros. Pero él había aceptado: subiría más alto que todos los otros y se mantendría más tiempo en el espacio; atravesaría una vez cada noventa y ocho minutos el cinturón de radiaciones y, luego... Luego...
¿Por qué aceptó? Probablemente, entonces no habría sabido responder y, sin embargo, allí y ahora, en lo más alto, a mil kilómetros sobre la Tierra, estaba la respuesta. Si hubiera renunciado, tal vez nunca habría tenido ocasión de subir a una nave espacial y contemplar la espantosa belleza de aquel universo sin límites que se abría ante sus ojos, siempre el mismo y constantemente distinto, inmenso, imposible de abarcar en el tiempo de una vida humana, aunque esa vida se acelerase a treinta o cuarenta mil kilómetros por hora, alternando el día y la noche en el absurdo espacio de noventa y ocho minutos.
Era absurdo, pero... ¡subir más y más!... Alcanzar las últimas estrellas de la Galaxia, que se distinguían como puntos remotos a través de las escotillas; navegar millones y millones de años luz por encima de la Nada y alcanzar... ¿qué? Tal vez esa imperceptible mezcla de belleza y de horror que era el Vacío. Tal vez mecerse eternamente entre mundos ignorados e inalcanzables, tan inalcanzables como ahora se le aparecía el suyo propio, girando sin cesar a sus pies, bañado en nubes, en noche, en un sol cegador que le abrasaba las pupilas cuando sus ojos no podían evitar la tentación de mirarlo de frente durante una centésima de segundo. Tal vez rozar soles rojos, azules o blancos, remontar planetas palpitantes de vidas ignoradas y extrañas, contemplar de cerca —a sólo a dos o tres mil años luz— el estallido salvaje de una supernova.
Pero aquello era sólo soñar. La realidad estaba allí, en el espacio infinitamente pequeño de la cápsula espacial, en el tablero de mandos, en los controles que no debía perder de vista, en las funciones vitales que había que cumplir a rajatabla, en el indicador de posición, en las gráficas que le calibraban segundo a segundo los latidos, la presión sanguínea, el metabolismo y cada movimiento. La realidad estaba en torno suyo y en la voz casi constante que le llegaba a través del receptor y que constituía el delgadísimo cordón umbilical que le ligaba al mañana.
Y la realidad, su realidad, estaba también en ese mañana incierto en el que su propia vida podría ser —y lo sería, sin duda— un mero experimento biológico sobre el que se ensañarían curiosos los científicos, tratando de descubrir por qué las cosas habían marchado así, por qué un organismo sano se había convertido en un guiñapo al cabo de quinientas horas de vuelo cósmico en torno a la Tierra. Y él —únicamente ahora, a sólo dos vueltas de su regreso, comenzaba a darse cuenta de todo eso— se había prestado al experimento como un cobaya que hubiera dado voluntariamente ese paso al frente que los biólogos esperaban para elegir sin remordimiento al que tenían que sacrificar.
La voz remota de la emisora de la Tierra enmudeció un instante. Ahora pudo abrir los ojos, que había mantenido cerrados hasta entonces, para evitar el reflejo cegador del sol. Miró al indicador de posición y supo que se encontraba sobre el polo. A lo largo de tantas horas de vuelo, había pasado una vez y otra sobre los hielos eternos, pero ahora necesitó mirar con más intensidad el desierto blanco, porque sabía que el viaje tocaba a su fin y sentía que su vida de hombre terminaría con él, para convertirle a partir de entonces en un objeto que nunca podría contemplar de cerca la maravilla de acuella Tierra que tenía entera a sus pies, a miles de kilómetros por debajo de la cápsula espacial. Y miró fijamente, como el condenado que desea llenarse las pupilas de vida, antes de que sus ojos sean abrasados por el hierro candente que borrará para siempre su luz, como el agonizante que pide ver en torno suyo a todos los seres que ha amado en la vida, para fijarlos en un recuerdo que está a punto de apagarse.
Entonces vio las inmensas columnas de luz blanca de la Aurora Polar, que parecían elevarse hasta el Infinito como los tubos de un órgano cósmico que enviase su música hacia las estrellas. Y se vio a sí mismo entre las brillantes franjas luminosas y se sintió trasportado por ellas hasta aquella estrella del último rincón de la Galaxia que habría ansiado ver de cerca y que ahora, por el poder de una sinfonía silenciosa, tenía casi al alcance de sus manos. Se sintió dentro de la inmensidad cósmica, libre del miedo al vacío y de los terrores infinitos. Y supo que aquella luz intensísima se había abierto precisamente para él, como una flor gigantesca que el espacio estuviera depositando amorosamente en su tumba ilimitada. Perdió por unos segundos los conceptos de lo grande y de lo pequeño, para dejar que todo su ser se llenase de aquella visión que sobrepasaba la medida de sus ojos y que se diluía, diluyéndole a él al mismo tiempo, en ese Universo soñado que precisamente ahora, por única vez en el espacio infinitesimal de una vida humana, estaba a su alcance, convirtiéndole en un titán que abarcase con sus brazos abiertos la totalidad del Cosmos.
Contuvo la respiración. No quería respirar. Quería retener en sus pulmones, como en sus ojos borrachos de belleza sin fin, el aire sutil de aquella maravilla que le bañaba hasta el último poro. Miró sus manos, deseando haberlas sentido vivas en medio de aquella vida sin fronteras, y las vio enguantadas en las asépticas manoplas espaciales que ni siquiera para comer podía quitarse. ¿Por qué? ¿Y por qué sentir su cuerpo sujeto por la escafandra? ¿Y por qué mirar a través de vidrio grueso, en lugar de permitir que la luz llenase sus ojos e hinchase sus venas, hasta reventarlas y esparcir su sangre por la infinitud de la Galaxia?
Se sentía ligero, sin que ninguna fuerza gravitatoria actuase sobre su cuerpo. Era la misma sensación que venía sintiendo desde que cesaron las aceleraciones y supo que estaba en órbita; pero ahora, después de la visión indefinible de la Aurora Polar sobre el mar de hielo, esa extraña ligereza le hizo formar parte de toda la inmensidad que tenía ante él; le hizo sentirse él mismo rayo de luz, y estrella, ser y nada, espacio y tiempo hechos uno en el infinito del Universo.
A través del altavoz le llegó de nuevo la palabra gangosa que emitía desde la base, como una llamada a la realidad y al futuro incierto. ¿Cuánto tiempo habría pasado desde la última vez que la escuchó? La voz le llamaba incesantemente y pensó que hacía mucho tiempo que estaba sonando sin haber llegado a oírla. Pero no respondió inmediatamente. No quería responder ahora. Quería... no sabía qué. La voz repetía la llamada. Aún esperó; luego tragó saliva.
—Todo va bien... Todo bien... Cápsula espacial a base. ¿Podéis oírme...?
Les había asustado. Le preguntaban si se encontraba mal.
—No, no... Fue... que he visto algo maravilloso... Algo que nunca volveré a ver y que vosotros no podríais ni imaginar.
—¿Qué es, de qué se trata?
—Una Aurora Polar.. Es algo tan...
—Bien, poeta, no importa ahora... Ya nos contarás eso cuando bajes... Te queda una vuelta más... Noventa y ocho minutos.. Ten dispuestos los controles para el descenso, recuerda...
Sí, recordaba. Lo recordaba todo. Primero, soltar el compartimiento de los aparatos. Luego, hacer funcionar los retrocohetes. El punto exacto... Dio unas cifras, las coordenadas que le habían grabado en la memoria. Del otro lado escuchó la conformidad. Cerró apresuradamente la conexión.
Quería estar solo. Por última vez solo sobre la Tierra y tan cerca de las estrellas como le fuera posible, quería llenarse con la sensación inenarrable del paso del día a la noche cósmica, llenarse de aquel polvo de estrellas que sobrevolaba la nave, flotando en torno suyo. Quería verlo todo por última vez, totalmente solo, dueño momentáneo de su destino, de ese destino que llegaba demasiado de prisa a su término.
La nave se hundió en la noche de la Tierra, dejó el Sol a sus espaldas y ante los ojos del cosmonauta volvió a surgir aquella franja de azul blanco brillante que rozaba a la Tierra como un manto suave, acariciándola de Infinito. Volvió a ver la luna sobre su cabeza, redonda como una gota de mercurio inmensa. Y la firme nube de estrellas, atravesando la negrura del cielo de parte a parte, abarcándolo todo en amor de inmensidad.
Entonces dejó vagar lentamente la mirada del cielo a la Tierra casi invisible. A sus pies distinguió los lejanísimos resplandores anaranjados de una tormenta nocturna, muy pequeña desde allá arriba, tan pequeña como su propia vida, condenada allá abajo también —y tal vez desde mañana mismo— a la cama blanca y aséptica de un hospital, a los vértigos, al mal del Espacio.
Porque iba a ser un condenado, irremisiblemente. De hecho, lo era ya. Un condenado a la vida pequeña de lo infinitesimalmente espantoso, un objeto de experiencias para que otros hombres —otros, ya nunca él mismo— pudieran alcanzar un día —¿cuándo?— lo que él no habría de alcanzar jamás. La cápsula espacial era ahora su celda, su calabozo, la capilla desde la que tendría que salir para asistir como espectador indefenso a su propia ejecución. Nunca podría tener hijos, a no ser que le obligasen a concebirlos para experimentar luego en ellos la herencia espantosa que les habría legado a cambio de unos centenares de horas en contacto con el Universo Infinito. Nunca más volvería a ver la maravilla de la Aurora Polar sobre los hielos, a centenares de miles de metros de altura. Ni nunca más podría alcanzar con sus manos las estrellas. Ni nunca...
Frente a él, la noche comenzó a teñirse levemente de azul brillante, un azul que iba intensificándose segundo a segundo, una sinfonía de color que pasaba heroicamente al violeta y dejaba luego aparecer, en la línea del horizonte, la raya escarlata de un sol enorme que estuvo cegador ante sus ojos, como un estallido de luz, apenas pasado un minuto. Era de nuevo el día. El día maravilloso... El fin.
Comprobó el cronómetro y los mandos. La cápsula se dirigía libremente hacia el objetivo sobre el que tendría que posarse, sobre la superficie de la Tierra. Sus manos enguantadas vacilaron un segundo más, antes de conectar de nuevo el aparato de radio. No quería escuchar, ¡no quería! y, sin embargo, la voz le hirió los tímpanos empapados de silencio, al hacer la conexión.
—...ta... ¡Contesta...! ¡Hemos perdido el contacto...!
—Estoy bien.
—¿Desconectaste?
—Sí...
—Bien... ¿Todo normal?
—Todo.
—Preparado, entonces... Faltan trece segundos para que sueltes el compartimiento de los aparatos... Cinco... Cuatro... Tres... Dos... Uno... ¡Cero! Suelta.
Accionó la palanca y, a través de las escotillas, pudo ver el cuerpo secundario de la cápsula que flotaba ya junto a él y se separaba lentamente. Sonrió para sí mismo y sintió una especie de tranquilidad ante su propia justificación: eran los aparatos los que importaban, los preciosos aparatos que contenían todos los datos que la nave había captado automáticamente a lo largo de los días de vuelo. Los datos... y él mismo, apenas un dato más que tendría que ser disecado, perforado, electrocutado, separado pieza a pieza y metido en la memoria transistorizada de un ordenador, para sacar las consecuencias de ese mal desconocido que ya no habría de abandonarle hasta la tumba.
Se le aparecieron nuevamente ante los ojos borrachos de luz los rostros cadavéricos de los que habían visitado el cosmos antes que él; sus miradas idiotizadas, su equilibrio enfermo, las cicatrices que atestiguaban las veces que habían caído y se habían golpeado contra el suelo de los cuartos de baño, antes de que fueran definitivamente internados para su inútil estudio en los hospitales de medicina espacial y hubieran comenzado a descomponerse en asepsia para el resto de su existencia.
—Preparado para el descenso... Te encuentras sobre el punto previsto... Atención... ¡Los cohetes!
Los cohetes. La palanca, allí, a su izquierda, al alcance de la mano. La palanca negra, brillante, fácilmente diferenciable entre el cúmulo de aparatos de control directo. No tenía más que moverla hacia sí, con toda la fuerza, para...
—¿Preparado...? ¡Cero!
—No.
—¿Qué dices?
¿Qué decía...? No habría sabido explicarlo. Sólo era eso, una sola palabra llena de actitud. No. No a todo. Al regreso. A la condena. A la privación de la maravilla que estaba a su alcance. No a convertir su vida en una muerte lenta, en un objeto. En una cosa.
Al otro lado de la emisora se escuchó un rumor confuso de voces. No lograba distinguirlas, pero indicaban el estupor de los hombres que no comprendían —ni podrían comprender nunca— su PORQUÉ. Luego, una voz se hizo más clan. Le estaba hablando el jefe de la base en persona. No entendía lo que le estaba ocurriendo, pero era necesario que descendiera, que...
—Lo siento, señor... He oído la orden. Pero no bajo.
—¿Qué intenta usted? —la voz pretendía conservar la tranquilidad.
—Nada señor... Sólo seguir volando, cada vez más alto...
—¡Pero está usted loco...! ¿Hasta cuándo?
Cerró el contacto. Sí, definitivamente, estaba loco. Supuso que estaría loco, si se atrevía a desobedecer las órdenes y comenzaba ya a quitarse, muy despacio, los guantes espaciales. Tal vez estaba loco. Pero, en cualquier caso, era un loco humano y no un cobaya. Él había subido allí arriba para eso, pero el Infinito le había conquistado y, sumiéndole en la visión de la más espantosa belleza que cabía imaginar, le había exigido el tributo del espectáculo.
Sus dedos, libres ya de guantes, movieron seguros el dial que haría enfilar la cápsula camino de las estrellas. Sabía que no llegaría, pero quería subir más, hasta que el Infinito le prohibiera seguir, hasta que su cuerpo reventase y se fundiera su sangre con el polvo cósmico que le envolvía. No quería otra cosa; sólo subir, seguir subiendo siempre, siempre, hasta convertirse en Infinito...


FIN


Espacio oscuro -- Robert F. Young



Espacio oscuro
Robert F. Young

Vivo en una cueva.

No tengo nombre. La mayor parte del tiempo la paso durmiendo.

Siempre llevo la misma ropa. Camisa roja, pantalones color canela, botas negras.

El ruido de algunas piedras en la pronunciada colina que conduce hacia la boca de la cueva me ha despertado. Esto mismo ya ha ocurrido muchas veces. Estoy acostado sobre mi espalda en el suelo de la cueva. Me vuelvo sobre mi estómago, me apoyo sobre las manos y las rodillas y atisbo hacia la entrada de la cueva. Extrañamente, aunque esta experiencia se ha repetido muchas veces, nunca sé quién es mi visitante hasta que le veo. Es una muchacha. No, en realidad no es una muchacha, sino una mujer, pero pienso en ella como si fuese una muchacha. Nos miramos bajo la luz grisácea y ella está tan sorprendida de verme a mí como lo estoy yo de verla a ella. En ese momento profiere un grito y se lanza colina abajo.

Corro detrás de ella.

La colina es la pronunciada elevación de un pequeño valle. Los bosques cubren el valle. Cuando la muchacha se interna entre los árboles, yo hago lo mismo. Ella sigue gritando.

Los árboles son en su mayoría alerces, pero algunos son acacias y no faltan tampoco los nogales. A1 principio ignoraba el nombre de estos árboles, pero uno a uno se han instalado en mi memoria.

Corro detrás de la muchacha, pero no consigo alcanzarla. Nunca lo hago. Finalmente ambos llegamos a una estrecha corriente de agua, ella la atraviesa a la carrera y desaparece. Yo también trato de cruzar la corriente, pero es una especie de barrera y no puedo siquiera introducir un pie. En ese momento me siento débil y apenas tengo fuerzas para regresar a la cueva. Me dejo caer en el suelo y vuelvo a dormirme.

Básicamente, la experiencia nunca varía.


Esta vez, cuando la muchacha me despierta nos hallamos frente a frente en la boca de la cueva y trato de cogerla. Mi mano roza su hombro antes de que logre retirarse. Tiene un rostro muy atractivo. Sus ojos son de un azul pálido y tiene pómulos altos. Sus mejillas son finas y la boca tiene forma de arco. Está vestida de azul y la ropa se ciñe a su cuerpo. Siempre lleva esa clase de ropa. En ocasiones la ropa es de color verde claro en lugar de azul claro, a veces es amarillo claro. El material es tan fino que puedo ver su cuerpo a través de él. Pero nunca me muestro interesado por su cuerpo. Me lanzo en su persecución por una única razón: para matarla.

Después de evitar mi intento de cogerla, ella grita y corre colina abajo. Me lanzo nuevamente detrás de ella. Casi puedo tocarla con los dedos y percibo su olor. Su olor es una mezcla de perfume y sudor. Pero no hace que la desee. ¿Desearla cómo?, me pregunto. No lo sé. Sólo sé que quiero matarla.

Penetra en el bosque. Su pelo se agita detrás de ella. Trato de cogerlo y mis dedos rozan las puntas. Pero no puedo acercarme lo suficiente para asirlo. A través del bosque. El bosque está muerto. No hay vida en él, salvo la de la muchacha y la mía. ¿Por qué debiera haber vida?, me pregunto. ¿A qué clase de vida me refiero? Algunas palabras afluyen a mí. Pájaros. Insectos. Pequeños animales. Pero no hay señales de ellos. Sí, el bosque está muerto.

No importa. Acelero mi carrera. Delante de mí alcanzo a ver la corriente de agua. La muchacha la atraviesa velozmente y desaparece. Yo también intento cruzarla, aunque sé que no podré hacerlo. Como siempre, ni siquiera puedo introducir un pie en el agua.

Estoy exhausto, y los árboles se agitan furiosamente. Regreso trabajosamente a la colina y me las arreglo para llegar a mi cueva. Me arrastro hacia el interior. Hago un gran esfuerzo por no volver a dormirme y, por un momento, tengo éxito. Entonces las paredes parecen caer sobre mí y giran del mismo modo en que lo han hecho los árboles y mis últimos vestigios de lucidez acaban por desaparecer.


Hoy, después de haber perseguido a la muchacha infructuosamente, me las arreglo para permanecer despierto más tiempo que nunca.

«Hoy» es una palabra nueva en mi vocabulario, pero no es la más apropiada para aplicarla a los períodos de tiempo en que estoy despierto. Asocio la palabra «día» con un cielo luminoso y un sol elevándose en él, y campos y árboles y casas debajo. Pero no hay sol en el cielo que cubre el valle, y el cielo es siempre gris. Tampoco hay campos ni casas en el mundo que me rodea. El pequeño mundo en el que vivo, en cualquier lugar donde se halle, nunca cambia de un período de vigilia a otro.

Pero no puedo pensar en una palabra mejor que «día» para atribuirla a mis períodos de tiempo.

Mientras estoy en la cueva tratando de permanecer despierto, descubro súbitamente que conozco a la muchacha a quien deseo matar. Pero no puedo pensar en su nombre, y tampoco en por qué quiero matarla.


Después de haber perseguido a la muchacha hasta la corriente de agua y de que ella haya desaparecido, permanezco junto al agua y miro hacia la inasequible orilla. Un momento después descubro a alguien que, desde la otra orilla, me está mirando. Es un hombre delgado que lleva una camisa roja, pantalones color canela y botas negras. No lleva sombrero y su pelo es del mismo color castaño que el mío. Su rostro me resulta familiar. Lo he visto en otra parte... muchas veces. No dejo de mirarle y el otro hombre hace lo mismo, hasta que, finalmente, descubro que ese rostro es el mío, con la parte derecha y la izquierda invertidas como en un espejo, y que ese hombre soy yo.


Nuevamente la muchacha. Nuevamente la persecución a través del bosque. La miro cuando desaparece al otro lado del río. Desaparece en el mismo instante en que sus pies alcanzan la orilla opuesta. Alicia a través del espejo. Comienzo a recordarlo todo.

Me miro a mí mismo a través de la corriente de agua.

Ahora comprendo que mi valle es sólo la mitad del valle.

¿Hasta dónde se extiende a mi derecha y a mi izquierda? ¿Qué hay detrás de la colina donde se encuentra mi cueva?

Cuando regreso a la colina, subo hasta la cueva y no me detengo. Subo y subo y sigo subiendo. Finalmente me doy cuenta de que no estoy subiendo sino descendiendo. De pronto, llego a otra cueva. Miro hacia ella. No, no se trata de otra cueva, es mi cueva. Apenas tengo tiempo de arrastrarme hacia el interior antes de que el sueño me engulla.


Pienso en mis períodos de conciencia como sucesos diurnos. Pero, ¿lo son? Tal vez, entre uno y otro duermo durante varios días. No tengo forma de saberlo. Mis despertares dependen totalmente del capricho de la muchacha. Ella es la única capaz de devolverme a la vida. Me pregunto por qué lo hace. Seguramente ya sabe que vivo en la cueva. ¿Por qué, entonces, sigue subiendo la colina hasta aquí?

Parece sorprendida cada vez que me ve. ¿Acaso no recuerda mi existencia de una a otra visita? Aparentemente no, o de otra forma se mantendría alejada de la cueva.

Mis períodos conscientes son ahora más prolongados y aumentan su duración con cada despertar. Estoy tratando de salir del valle. Hoy, en lugar de regresar directamente a la cueva después de que la muchacha hubiese vuelto a huir a través del río, me volví hacia la derecha y eché a andar a través del valle. Caminé durante horas. A1 cabo de un tiempo comprendí que pasaba debajo de árboles que estaba seguro de haber visto antes. Me aproximé a la ladera del valle. Un momento después, y a través de las ramas de un árbol, descubrí la negra boca de una cueva. Subí rápidamente la ladera en dirección a ella. La forma de la entrada me resultó familiar. Entré en ella. Sí, era mi cueva. El sueño se apoderó de mí.


No intentaré salir del valle caminando en la otra dirección. Sé que si lo hago acabaré regresando al punto de partida. Un término extraño me ha venido a la mente: «Cinta de Möbius.» Sí, una curvatura del espacio. Eso es el valle, una curvatura del espacio. Una cinta de Möbius tridimensional. Un cruel callejón sin salida del que me resulta imposible escapar y del que sólo la muchacha tiene la llave.


He recordado la comida. La gente come para poder sobrevivir. Soy una persona. ¿Por qué no necesito comida?

¿Por qué no necesito agua? Uno también necesita agua para sobrevivir.

¿Por qué nunca siento calor ni frío?


He recordado mi nombre. Ha venido a mi mente mientras perseguía a la muchacha a través de los árboles. Wishman. Charles Wishman.

Ese nombre hizo que otros nombres aparecieran en mi mente. John Ranch. Carl Jung. Immanuel Kant. Paul Cuiran. Janice Rowlin. Cheryl Wishman...

¿Acaso es Cheryl el nombre de la muchacha?

Ella lleva mi apellido. ¿Es posible que sea... mi esposa?

Me concentro en la palabra «esposa». Pasa un rato antes de que pueda comprender -recordar- su significado. Cuando logro recordarlo me siento confundido. Si Cheryl Wishman es mi esposa, ¿por qué quiero matarla?


Hoy, en mi afán por atrapar a la muchacha, me lancé hacia adelante y la cogí por las piernas. Pero, de alguna manera, logró escabullirse. Sus pies están descalzos y uno de ellos me golpeó en la garganta. Pero ni siquiera sentí el golpe.

Una vez de pie me echó una mirada por encima del hombro. Su rostro era una máscara de terror, pero alcancé a distinguir rasgos familiares debajo de esa máscara, y ahora sé positivamente que era mi esposa. ¿Era? ¿Por qué digo «era»? Ella debe de ser todavía mi esposa. Pero, si es mi esposa, ¿por qué quiero matarla? Finalmente la respuesta aparece claramente en mi mente: 
porque ella te mató a ti.

Pero es una respuesta equivocada. Ahora sé que ella me mató, pero no recuerdo cómo ni por qué; pero no es ésa la razón por la que deseo matarla. Quiero matarla porque ella espera precisamente eso.

Ahora estoy nuevamente de pie y persiguiéndola a través del bosque. Pero, como siempre, ella llega al río antes que yo, cruza la corriente y desaparece en la orilla opuesta.


Estoy sentado en el suelo de la cueva, pensando. Mis períodos de conciencia son cada vez más largos.

¿Por qué me mató mi esposa?

¿Por qué no estoy muerto?

Una nueva palabra aparece en mi mente. Endoanalista.

Es una palabra clave y revela mucho de lo que estoy intentando recordar.

Yo era un endoanalista. Estudié cuiranismo en la John Ranch School de Endopsicología. Abrí una consulta en Beech Street en la subciudad de Forestview, N.A. Compré una casa en la colina en las afueras de la ciudad y me instalé allí con mi esposa Cheryl. Teníamos muchos amigos. Organizábamos fiestas y asistíamos a las que organizaban nuestros amigos. Mi trabajo marchaba viento en popa. Durante la temporada de caza, Cheryl y yo solíamos cazar venados.

Pero no me es posible comprender/recordar qué significa cuiranismo.


Hoy la muchacha -no, la llamaré Cheryl, porque es Cheryl-, hoy Cheryl se cayó mientras huía colina abajo. Pero logró esquivarme cuando intenté cogerla y rodó por la ladera. Mientras me internaba en el bosque tras sus pasos me oí a mí mismo gritando la palabra «asesina» una y otra vez. Es como si ella hubiese puesto esa palabra en mis labios.


¡Ya lo tengo! Cuiranismo es la teoría de Paul Cuiran relativa a la naturaleza de los sueños.

De la naturaleza de la realidad.

Pero es algo más que una simple teoría. Hace mucho tiempo que la hizo realidad. Pero los analistas freudianos se han negado a aceptarla. Ellos siguen intentando dejar a Cuiran al margen de sus especulaciones.

Han sido incapaces de hacerlo.

A finales del siglo pasado, Cuiran combinó las propiedades de la estética trascendental de Kant y del inconsciente colectivo de Jung y comenzó a hablar de Espacio Luminoso y Espacio Oscuro. El Espacio Luminoso, afirmó Cuiran, es la realidad tal como la percibimos. El Espacio Oscuro es el reino de los sueños. Ambos, decía Cuiran, constituyen la cosa-en-sí kantiana, y ninguno de los dos posee tiempo ni, a pesar del nombre que se les aplica, espacio. Tiempo y espacio, sostenía él, son impuestos por el espectador.

Cuiran concentró sus esfuerzos en la investigación del Espacio Oscuro. Después de desarrollar una droga, a la que llamó cuirano, que servía para establecer un nexo emocional con ellos, Cuiran descubrió que podía entrar en los sueños de sus pacientes. Entonces se concentró en sus sueños recurrentes y comenzó a curarles destruyéndolos o cambiándolos. Se llamó a sí mismo endoanalista. En los Catskills, John Ranch, su discípulo más famoso, construyó la John Ranch School de Endopsicología.


Yo he entrado en miles de sueños.

Sueños recurrentes.

Un endoanalista competente no se preocupa de los sueños ordinarios. Incluso las llamadas pesadillas son inocuas. Es en los sueños obsesivos donde concentramos toda nuestra atención.

Los pacientes con sueños recurrentes acudían a mí. Yo penetraba en esos sueños y les curaba. Yo sé lo que es el Espacio Oscuro. Es muchas cosas si uno explora sus ramificaciones arquetípicas jungianas; pero para el endoanalista avezado no es más que lo que el soñador quiere, y su reloj es la mente del paciente. Invariablemente, los dos «niveles» de realidad de la cosa-en-sí están divididos por una barrera simbólica. Cuando el soñador despierta; él/ella pasa a través de esa barrera. El soñado nunca puede hacerlo.

Yo me encuentro ahora en el Espacio Oscuro. Pero no como endoanalista. Yo soy el soñado.

La mente soñante de Cheryl ha formado en el Espacio Oscuro un bosque que revierte en sí mismo, y una colina sin cima. Como barrera, ella usa una corriente de agua.

Ella me asesinó y ahora continúa soñando que yo me oculto en una cueva, esperando para matarla. Pero su mente durmiente sigue olvidando que estoy aquí e, ignorante de mi presencia, su yo soñante sigue subiendo la colina hasta mi cueva.

¿Por qué me asesinó?

¿Cómo?

No puedo recordarlo. Las paredes de la cueva parecen cernirse sobre mí cuando intento pensar. La boca de la cueva se oscurece. Justo antes de que los últimos rastros de conciencia desaparezcan, un relámpago de terror cruza mi mente. ¡Si ella no vuelve a soñar ese sueño estaré verdaderamente muerto!


Aquel día salimos de caza. Sí, ahora lo recuerdo.

Hace poco que Cheryl desapareció más allá de la corriente/barrera. Estoy sentado en el suelo de mi cueva.

Sí, aquel día salimos de caza.

Ella y yo.

El día es oscuro. Mis pensamientos me llevan más allá de él. Vuelvo a ser lo que era antes de mi asesinato. Un endoanalista. Estoy sentado en mi consultorio de Beech Street, escuchando el relato de los sueños de mis pacientes. Soy cada vez más rico. En los círculos profesionales se dice que mis honorarios son exorbitantes. Tal vez lo son. Pero si un médico no roba a sus pacientes, su prestigio profesional se verá resentido. En cualquier caso, lo que cobro está perfectamente justificado. Hube de pasar cinco largos años adquiriendo la experiencia que ahora poseo. Incluso con el cuirano, uno no se adentra alegremente en los sueños. Y cada sueño es diferente, y uno debe aprender del paciente qué es lo que habrá de encontrar antes de entrar en el sueño, y debes saber de antemano qué hay que hacer para destruir el sueño o para alterarlo de un modo tal que él o ella no vuelva a soñarlo y se cure de la enfermedad que le ha provocado el sueño.

¡Yo he entrado en esos sueños!

Una mujer camina por la calle. Ve un desfile de niños que se aproxima y se detiene para mirarlos. Ve que cada niño lleva una lanza. Cuando el centro del desfile llega junto a ella, el líder grita «¡Alto!» y los niños se detienen. «¡Vista a la izquierda!», grita el líder, y todos los niños se vuelven simultáneamente para mirar a la mujer. La mitad son niños y la otra mitad, niñas. Las niñas llevan uniformes de color rosa y los niños de color azul. Cada uno de ellos tiene una gran cruz dorada pendiente de una cadena de oro en torno al cuello. No hay sol, pero las cruces relucen como si el sol brillase en lo alto del cielo. «¡Falange!», grita el líder, y la segunda, cuarta y sexta líneas dan un paso hacia la derecha. «Cerrar líneas, bajar las lanzas y avanzar.»

La falange se aproxima a la mujer mientras las puntas de las lanzas despiden destellos bajo la luz del inexistente sol. Aterrorizada, la mujer trata de alejarse de la compacta línea de lanceros, pero se ve acorralada contra el sólido muro de un edificio. Entonces trata de huir calle arriba, pero la falange le corta el paso. Yo me encuentro en un portal contiguo. Sabía lo que eran esos niños antes de entrar en el sueño. Esos niños eran los que ella hubiese dado a luz si no hubiera desafiado a la Iglesia tomando píldoras anticonceptivas. Yo sé que ella despertará antes de que los niños la alcancen, pero debo impedir que la mujer vuelva a tener ese sueño. Me quito el cinturón, camino hasta donde se halla la mujer, me apoyo sobre una rodilla y coloco a la mujer encima de la otra. Levanto su vestido, le bajo las bragas y comienzo a golpear sus nalgas desnudas con mi cinturón. Ella grita de dolor. La falange se detiene, los niños bajan sus lanzas y se echan a reír. Un momento después el sueño finaliza. Nunca más volverá a soñar lo mismo.

Un hombre joven está escalando un risco. No es un montañero y está verdaderamente aterrorizado. Ha alcanzado una zona del risco desde la que no puede encontrar ningún asidero. Su situación es precaria y, en breves momentos, caerá al vacío. Entonces se despertará. A partir de su descripción de este sueño recurrente he deducido que el risco es la universidad en la que está realizando un curso de medicina, y he llegado a la conclusión de que no ha obtenido las calificaciones necesarias para convertirse en médico. No puede llegar más alto porque no desea llegar más alto, y es precisamente esta situación la que debe admitir.

Yo me he colocado a una considerable distancia por encima de él y ahora le lanzo una cuerda.

-Debe deslizarse hacia la derecha -le grito-. Ahí hay un saliente.

Coge desesperadamente la cuerda, se impulsa y realiza un movimiento pendular hacia el saliente. Se trata de un saliente de gran tamaño y desde ahí parte una gran fisura que conduce a la cima del risco. De modo que ahora, en lugar de despertarse, termina de escalar el risco. Se trata de una ruta tan sencilla que el joven comprende que ésa es la forma lógica de llegar a la cima y que debe abandonar la ruta anterior, aun cuando el nuevo camino le lleve a una cumbre diferente.

Cuando llega a la cima, se siente encantado con la vista y liberado de su atolladero.

¡Qué sueños!

Yo acostumbraba a entrar en muchos de los sueños de mi esposa.

La había perseguido otra vez y luego había regresado a mi cueva. Cuando desperté tuve la sensación de que había dormido durante siglos.

A1 principio entré en sus sueños sólo por curiosidad. Solamente deseaba saber qué soñaba. Tomaba una dosis de curiano antes de meterme en la cama y luego, acostado junto a ella en la oscuridad, deslizaba mi yo soñante dentro de su mente.

Sus sueños eran muy simples y me aburrían. Pero yo ya estaba aburrido. De ella. Y me irritaba descubrir que era tan inocente como parecía.

Su simplicidad siempre había sido una afrenta a mi inteligencia. Me colocaba en situaciones comprometidas en las fiestas al hablar en el momento menos oportuno, al reírse cuando no debía hacerlo o al no reír cuando debía hacerlo. Y además estaba aquella situación mía con Janice Rowlin. Todos mis pacientes eran ricos -debían serlo para permitirse el lujo de acudir a mi consulta-, pero Janice era obscenamente rica. Sus padres habían construido un castillo junto al Hudson. A1 igual que muchas de mis pacientes, Janice se había enamorado de mí. Era sólo una chiquilla y un día heredaría la inmensa fortuna de sus padres. Pero el dinero no era lo único que la volvía fascinante. Era sofisticada, culta, inteligente... todo lo que Cheryl no era. Deseaba casarme con ella, pero Cheryl era una mujer chapada a la antigua y yo sabía que tendría que librar una verdadera batalla para que me concediera el divorcio y temía que la publicidad afectara a mi profesión.

Hay dos formas diametralmente opuestas que un endoanalista puede escoger para matar a alguien. Puede hacerlo desde fuera... o desde el interior.

Cheryl soñaba a menudo con agua. Ella soñaba que estaba en la orilla del mar y veía que una enorme ola se aproximaba a la playa. Una tsunami. Ella echaba a correr. Yo hacía que tropezara, aumentando así su angustia. Se arrastraba por la arena, rodaba sobre sí misma y veía que la ola estaba prácticamente sobre ella y gritaba. También me veía a mí pero yo pensaba que simplemente creía que soñaba conmigo. Cheryl se ponía de pie y echaba a correr nuevamente sin dejar de gritar. Por supuesto, se despertaba antes de que la ola la alcanzara. Entonces se acurrucaba junto a mí, gimoteando durante un rato antes de volver a dormirse.

Otro sueño recurrente de Cheryl era uno que supuse que se trataba de un sueño infantil. En realidad no se puede decir que era un sueño recurrente en el sentido usual del término, porque no le provocaba ningún malestar psicológico. De hecho, antes de que yo pudiese entrar en él, el sueño la aliviaba.

En el sueño aparecía su osito. Ella era apenas una niña y entraba en un cuarto de niños cuyas paredes estaban empapeladas con dibujos de juguetes y cajones de arena, columpios y caballitos, y buscaba su osito. Al no encontrarlo se asustaba. Lo buscaba por todas partes. Debajo de la cama, debajo del ropero, en el armario, detrás de las cortinas. Finalmente, lo encontraba debajo de la almohada de su pequeña cama, lo abrazaba con fuerza y se acostaba en la cama sin soltarlo, y, cuando se dormía, se encontraba durmiendo en su verdadera cama junto a mí. A la mañana siguiente se despertaba radiante y feliz y cantaba una de sus canciones favoritas mientras se vestía.

Las primeras veces que entré en su sueño me mantuve alejado de su punto de observación y ella ignoraba que me encontraba allí. Entonces, una noche, la seguí hasta la pequeña habitación y, después de que hubo encontrado el osito, se lo quité de los brazos y le arranqué los ojos. Luego se lo devolví y ella permaneció sollozando sobre la cama. Cuando el sueño terminó pude oír cómo lloraba junto a mí en la oscuridad.

Arranqué los ojos del osito en sucesivos sueños y luego cambié de táctica. Ahora, cuando le quitaba el osito, lo cogía de una pata y le golpeaba la cabeza contra la pared. Cada vez que yo hacía esto, Cheryl se despertaba profiriendo alaridos. Lo repetí una y otra vez. En todos esos sueños yo me convertía en un viejo con una gran nariz en forma de gancho y pequeños ojos malignos, y estaba seguro de que ella creía que el viejo no era más que otro elemento perverso añadido al sueño. Pero me traicioné a mí mismo al entrar en sus sueños de agua con mi verdadera identidad. Las mañanas que seguían a los sueños del osito, Cheryl despertaba con los ojos hinchados y el rostro macilento. Durante el desayuno sólo bebía una taza de café. Creo que no probaba bocado en todo el día. A medida que transcurría el tiempo, Cheryl se volvía cada vez más delgada. Se hundía progresivamente dentro de sí misma. Yo estaba seguro de que acabaría matándose. Pero no lo hizo. Me mató a mí.
[FIN]

LA CRIBA -- Isaac Asimov









LA CRIBA
Isaac Asimov





Habían transcurrido cinco años desde que el muro, cada vez más denso, del secreto comenzó a cerrarse en torno a los trabajos del doctor Aaron Rodman.
—Para su propia protección... —le habían advertido.
—En manos de personas sin escrúpulos —habían explicado.
Desde luego, en las manos adecuadas (las suyas, por ejemplo, pensaba el doctor Rodman bastante desesperado), el descubrimiento significaba a todas luces la mayor bendición para la salud humana desde que Pasteur elaboró la teoría de los gérmenes, y la clave más perfecta jamás encontrada para llegar a comprender el mecanismo de la vida.
Sin embargo, tras la conferencia que pronunció en la Academia de Medicina de Nueva York poco después de cumplir su cincuenta aniversario, y en el primer día del siglo XXI (la fecha parecía escogida a propósito), le habían impuesto la obligación de guardar silencio y ya no podía hablar, excepto con determinados funcionarios. Ciertamente, tampoco podía publicar nada.
Pero el Gobierno le mantenía. Disponía de todo el dinero que pudiera necesitar y las computadoras estaban a su disposición para hacer lo que le placiese con ellas. Sus trabajos progresaban rápidamente y los hombres del Gobierno acudían a recibir sus enseñanzas, a que les ayudara a comprender.
—Doctor Rodman —preguntaban—, ¿cómo se explica que un virus pueda propagarse de célula en célula dentro de un organismo y, sin embargo, no sea contagioso de un organismo a otro?
A Rodman le fatigaba tener que repetir una y otra vez que no conocía todas las respuestas. Le molestaba verse obligado a emplear el término «virus».
—No es un virus —decía—, ya que no se trata de una molécula de ácido nucleico. Es algo completamente distinto: una lipoproteína.
La cosa iba mejor cuando sus interlocutores no eran también profesionales de la medicina. Entonces podía intentar explicárselo en términos generales sin embarrancarse constantemente en cuestiones de detalle.
—Toda célula viva —decía en esos casos—, y cada una de las pequeñas estructuras contenidas en la célula, están rodeadas de una membrana. El funcionamiento de cada célula depende de qué moléculas pueden pasar a través de la membrana en uno y otro sentido y a qué ritmo pueden hacerlo. Una ligera alteración en la membrana modificará enormemente la naturaleza del flujo y, con ello, la naturaleza química de la célula y el carácter de su actividad.
—Todas las enfermedades pueden estar causadas por alteraciones en la actividad de la membrana. A través de tales alteraciones pueden lograrse todas las mutaciones. Cualquier técnica capaz de controlar las membranas permitirá controlar la vida. Las hormonas controlan el cuerpo en virtud de su efecto sobre las membranas, y mi lipoproteína viene a ser más bien una hormona artificial, no un virus. La lipoproteína se incorpora a la membrana y con ello induce la producción de más moléculas semejantes a ella misma... y aquí llegamos a la parte que tampoco yo comprendo.
.»Pero las sutiles estructuras de las membranas no son siempre exactamente idénticas en todos sus aspectos. De hecho, difieren en todos los seres vivos; no coinciden exactamente en ningún par de organismos. Una lipoproteína nunca afectará del mismo modo a dos organismos individuales distintos. Lo que en un caso abrirá las células de un organismo a la glucosa, aliviando así los efectos de la diabetes, en otro caso cerrará las células de otro organismo a la lisina, con lo cual le causará la muerte.
Eso era lo que aparentemente les interesaba más; que se tratase de un veneno.
—Un veneno selectivo —decía Rodman—. De entrada, sería imposible determinar, sin detalladísimos estudios computerizados de la bioquímica de las membranas de un individuo concreto, los posibles efectos de una lipoproteína concreta sobre el mismo.
Con el tiempo, fue cerrándose el cerco a su alrededor, su libertad se vio cortada, aunque sin detrimento de su confort,.en un mundo en el que en todas partes comenzaba a perderse la libertad y también el bienestar mientras una humanidad desesperada veía abrirse más y más las quijadas del infierno.
Corría el año 2005 y la población de la Tierra sumaba seis mil millones de habitantes. De no ser por las hambrunas, la cifra alcanzaría los siete mil millones. Mil millones de seres humanos habían muerto de hambre en la pasada generación, y muchos más correrían aún igual suerte.
Peter Affare, presidente de la Organización Mundial de la Alimentación, acudía con frecuencia al laboratorio de Rodman para jugar al ajedrez y charlar un poco. Había sido el primero en comprender la trascendencia de la conferencia de Rodman ante la Academia, decía, y eso le había ayudado a acceder al cargo de presidente. Rodman pensaba que el significado de su disertación no era difícil de comprender, pero nunca hacía ningún comentario sobre el particular.
Affare tenía diez años menos que Rodman, y sus cabellos comenzaban a perder su color rojo. Sonreía con frecuencia, a pesar de que el tema de la conversación raras veces ofrecía motivos para ello puesto que cualquier presidente de una organización encargada de la alimentación mundial debía hablar forzosamente del hambre que asolaba al mundo.
—Si distribuyéramos equitativamente las existencias de alimentos entre todos los habitantes del mundo, todos morirían de hambre —dijo Affare.
—Si se distribuyeran equitativamente —decía Rodman—, tal vez el hecho de hacer justicia por una vez en el mundo serviría de ejemplo y podría inducir a aplicar una política mundial sana. Tal como están las cosas, la desesperación y la furia ante la egoísta buena fortuna de unos pocos alcanzan proporciones mundiales, y todos actúan irracionalmente como venganza.
—Usted tampoco ha renunciado voluntariamente a su propio suplemento de alimentos —dijo Affare.
—Soy humano y egoísta, y mi acción particular poco significaría. No debería pedírseme que la cediera voluntariamente. No debería ofrecérseme ninguna posibilidad de opción en la materia.
—Usted es un romántico —dijo Affare—. ¿No comprende que la Tierra es una lancha salvavidas ? Si distribuimos equitativamente las reservas de alimentos entre todos los hombres, moriremos todos. Si expulsamos a algunos del bote salvavidas, el resto sobrevivirá. El problema no es la muerte de algunos, pues tienen que morir; el problema es la supervivencia de unos cuantos.
—¿Propugnan ustedes oficialmente el «triaje», el sacrificio de unos cuantos por el bien de los demás?
—No podemos hacerlo. Las gentes que ocupan la lancha salvavidas están armadas. Varias regiones amenazan abiertamente con recurrir a las armas nucleares si no reciben más alimentos.
—¿Quiere decir que la respuesta a «Ustedes deben morir para que nosotros vivamos» es «Si nosotros morirnos, vosotros moriréis también»...? Una situación sin salida —comentó Rodman con sorna.
—No exactamente —dijo Affare—. Hay zonas de la Tierra donde no es posible salvar a la gente. Han sobrecargado irremisiblemente su territorio con hordas de famélica humanidad. Supongamos que se les envían alimentos, y supongamos que esos alimentos los matan, de modo que esa zona ya no requiera nuevas remesas.
Rodman sintió la primera punzada de incipiente comprensión.
—¿Los matan, cómo? —preguntó.
—Es posible averiguar las propiedades estructurales medias de las membranas celulares de una población determinada. Podría incorporarse a la remesa de alimentos una lipoproteína particularmente estudiada para hacer uso de esas propiedades, con lo cual la ingestión de esos alimentos tendría fatales consecuencias —dijo Affare.
—Inconcebible —dijo Rodman, pasmado.
—Piénselo bien. La gente no sufriría. Las membranas se irían cerrando lentamente y la persona afectada se dormiría para no volver a despertar; una muerte infinitamente preferible a la inanición que de otro modo será inevitable, o a la aniquilación nuclear. Tampoco morirían todos, pues cualquier población presenta variaciones en las propiedades de sus membranas. En el peor de los casos, fallecería un setenta por ciento de los habitantes. La criba se efectuaría precisamente en aquellos lugares con una superpoblación más grave y menores esperanzas de solución y sobreviviría un número suficiente de personas para asegurar la continuidad de cada nación, cada grupo étnico, cada cultura.
—Matar deliberadamente a miles de millones...
—No les mataríamos. Simplemente crearíamos las condiciones para la muerte de unas cuantas personas. El fallecimiento de unos individuos concretos dependería de la bioquímica particular de sus organismos. Sería obra del dedo de Dios.
—¿Y cuando el mundo descubra lo hechos?
—Cuando eso ocurra ya estaremos muertos —dijo Affare—, y para entonces, un mundo próspero con una población limitada nos agradecerá nuestra heroica acción al optar porque murieran algunos, con tal de evitar la muerte de todos.
El doctor Rodman sintió que le subía el rubor a la cara y tuvo dificultades para articular las palabras.
—La Tierra —dijo— es una lancha salvavidas muy grande y compleja. Todavía no sabemos qué puede o no puede lograrse con una distribución adecuada de los recursos y es evidente que hasta el día de hoy no nos hemos preocupado verdaderamente de distribuirlos. A diario se desperdician alimentos en muchos lugares de la Tierra y el saber que así ocurre es lo que enloquece a los hombres hambrientos.
—Estoy de acuerdo con usted —dijo fríamente Affare—, pero no podemos hacernos un mundo a nuestro gusto. Debemos tomarlo tal como es.
—Entonces tómeme a mí tal como soy. Usted quiere que proporcione las moléculas de lipoproteína, y no lo haré. No moveré ni un dedo en ese sentido.
—En ese caso —dijo Affare—, su responsabilidad como asesino de masas será mayor que la que me está atribuyendo a mí, y creo que si lo pensase mejor cambiaría de opinión.
Casi a diario recibía visitas de una u otra autoridad, todas ellas personas bien alimentadas. Rodman comenzó a desarrollar una gran susceptibilidad ante lo bien alimentados que estaban todos quienes hablaban de la necesidad de matar a los hambrientos.
El secretario nacional de Agricultura le dijo, en tono sugerente, en una de esas ocasiones:
—¿No sería usted partidario de matar a un rebano de ganado afectado de fiebre aftosa o de ántrax con tal de evitar que la infección se propagase a los rebaños sanos?
—Los seres humanos no son ganado —dijo Rodman—, y el hambre no es contagiosa.
—¡Sí que lo es! —dijo el secretario—. De eso se trata precisamente. Si no hacemos una criba de las sobreabundantes masas de humanidad, su hambre se propagará a zonas hasta ahora no afectadas. No debe negarnos su ayuda.
—¿Cómo me obligarán? ¿Con torturas?
—No. tocaríamos m un solo cabello de su persona. Sus conocimientos en esta materia son demasiado preciosos para nosotros. Pero podríamos retirarle algunos bonos de alimentos.
—La inanición, sin duda, será perjudicial para mí.
—No se trata de usted. Pero si estamos dispuestos a matar a varios miles de millones de personas para salvar a la raza humana, desde luego también podremos emprender la acción mucho menos difícil de retirar los bonos de alimentos a su hija, y a su marido y su bebé.
Rodman guardó silencio, y el secretario prosiguió:
—Le concederemos un plazo para que reflexione. No deseamos actuar contra su familia, pero no tendremos más remedio que hacerlo. Tómese una semana para pensarlo. El próximo jueves recibirá la visita del comité en pleno. Entonces se le planteará la necesidad de comprometerse a colaborar en nuestro proyecto y no podrá haber más dilaciones.
Se redoblaron las medidas de seguridad y Rodman se convirtió franca y totalmente en un prisionero. Una semana más tarde se presentaron en su laboratorio los quince miembros del Consejo Mundial de Alimentación, acompañados del secretario nacional de Agricultura y de unos cuantos miembros de la Asamblea legislativa nacional. Tomaron asiento en torno a la larga mesa de la sala de conferencias del lujoso edificio de investigación construido con fondos públicos.
Estuvieron varias horas discutiendo y .elaborando planes, incorporando a ellos las respuestas de Rodman a algunas cuestiones concretas. Nadie le preguntó si estaba dispuesto a cooperar; nadie parecía imaginar que pudiera tener otra opción. Por fin, Rodman dijo:
—Su proyecto no es viable en cualquier caso. Poco. después de llegar un cargamento de cereales a una determinada región del mundo, sus habitantes comenzarán a morir por centenares de millones. ¿Creen que los supervivientes no asociarán ambos hechos y que no correrán el riesgo de una represalia desesperada con bombas nucleares ?
Affare, que estaba sentado justo frente a Rodman, en el otro extremo del eje menor de la mesa, dijo:
—Somos conscientes de esa posibilidad. ¿Cree que después de pasar años decidiendo un posible curso de acción no hemos tenido en cuenta la posible reacción de las regiones escogidas para la criba?
—¿Cree que les estarán agradecidas? —preguntó Rodman con amargura.
—No sabrán que han sido escogidas. No todos los cargamentos de cereales estarán contaminados con lipoproteína. No concentraremos la acción en ninguna zona particular. y procuraremos contaminar de vez en cuando algunos depósitos de cereales de cultivo local. Además, no todos morirán, sin sólo unos pocos cada vez. Algunos comerán muchos cereales y no les pasará nada, y otros comerán sólo una pequeña cantidad y sufrirán una muerte rápida, según sean sus membranas. Parecerá una epidemia, como una reaparición de la peste negra.
—¿Han pensado en los efectos de una nueva peste negra? ¿Han pensado en el pánico? —preguntó Rodman.
—No les vendrá mal —gruñó el secretario desde un extremo de la mesa—. Tal vez así aprendan la lección.
—Anunciaremos el descubrimiento de una antitoxina —dijo Affare, y se encogió de hombros—. Realizaremos inoculaciones masivas en regiones que sabremos que no se verán afectadas. Doctor Rodman, el mundo está desesperadamente enfermo, y debemos aplicar un remedio desesperado. La humanidad está al borde de una muerte horrible, de modo que, por favor, no discuta el único curso de acción capaz de salvarla.
—De eso se trata. ¿Es ése el único curso posible de acción o están escogiendo simplemente una salida fácil que no exija sacrificios por su parte, sino sólo el de miles de millones de otras personas?
Rodman se interrumpió. en el momento en que entraba un carrito cargado de comida.
—He mandado preparar un tentempié —murmuró—. ¿Podemos disfrutar de unos minutos de tregua mientras comemos?
Alargó la mano para coger un emparedado y luego, unos momentos más tarde, comentó entre sorbo y sorbo de café:
—Al menos, habremos comido bien, mientras preparamos el mayor genocidio de la historia.
Affare examinó críticamente su propio emparedado a medio comer.
—Esto no es comer bien. Ensalada de huevo con pan blanco no exactamente tierno no es comer bien, yo de usted no volvería a solicitar los servicios de la cafetería que ha preparado esto. —Suspiró—. En fin, en un mundo famélico no pueden desperdiciarse los alimentos —y se comió el resto del emparedado.
Rodman observó a los demás y luego cogió el último canapé que quedaba en la bandeja.
—Había pensado que tal vez el tema que estamos discutiendo les habría hecho perder el apetito —dijo—, pero veo que a nadie le ha ocurrido así. Todos han comido.
—Y también usted —dijo impaciente Affare—. Todavía está comiendo.
—Sí, así es —dijo Rodman, y siguió masticando lentamente—. Y les pido que me excusen si el pan no estaba demasiado tierno. Yo mismo preparé los emparedados anoche y ya llevan quince horas hechos.
—¿Usted mismo los preparó? —dijo Affare.
—Tuve que hacerlo; era la única manera de estar seguro de haber incorporado a ellos la lipoproteína adecuada.
—¿Qué está diciendo ?
—Caballeros, ustedes dicen que es necesario matar a unos cuantos para salvar a los demás. Tal vez tengan razón. Me han convencido. Pero para saber exactamente qué estamos haciendo tal vez sea conveniente experimentarlo en nuestra propia carne. He iniciado un pequeño «triaje» particular, y los emparedados que todos ustedes acaban de comer constituyen un experimento en ese sentido.
Algunos altos funcionarios habían comenzado a levantarse.
—¿Nos ha envenenado? —balbuceó el secretario.
—No de manera muy efectiva —respondió Rodman—. Por desgracia, no conozco a fondo sus respectivas bioquímicas, de modo que no puedo garantizar la tasa de mortalidad de un setenta por ciento que ustedes desearían.
Todos le miraban petrificados de terror; los párpados del doctor Rodman se cerraron.
—Aun así, es probable que dos o tres de ustedes mueran en el curso de la próxima semana poco más o menos, y no tienen más que esperar para saber a quién le tocará esa suerte. No existe posible cura ni antídoto, pero no se preocupen. La muerte es totalmente indolora, y será obra del dedo de Dios, como me decía uno de ustedes. Será una buena lección, como ha dicho otro. Tal vez los que sobrevivan cambien de opinión con respecto al «triaje».
—Sólo pretende asustarnos —dijo Affare—. Usted también ha comido esos emparedados.
—Lo sé —dijo Rodman—. Y la lipoproteína estaba adaptada a mi propia bioquímica, de modo que mi muerte será rápida. —Sus ojos se cerraron—. Tendrán que continuar los trabajos sin mí, quienes sobrevivan.
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